Me he pasado los dos últimos años de mi vida enfadada. De repente descubres que quedaron cosas importantes sin resolver; te ves cual Diógenes, acumulando conversaciones pendientes que ya no vas a tener, y te pillas un enfado de tres pares de narices. Entonces, creyéndote buena persona y queriendo serlo, entras en un «quiero y no puedo»: quiero dar rienda suelta a esta rabia, pero no puedo porque entonces… ¿me convierte eso en una mala persona? ¿No debería ser compasiva, comprensiva, mansa… como Dios quiere? En el fondo, la pregunta es: ¿qué hago con esto que siento?
Lo cierto es que no te enfadas y ya está. Pasas por muchas otras emociones: culpa, tristeza, baja autoestima, miedo, soledad… Un desfile de grises por el alma, todos con tal de no reconocer que estás enfadada. Empiezas a jugar al escondite con tus emociones, a montar teatros, a disfrazarlos para no verlos tal cual son, a forzar bondades que no sientes… y la paz nunca aparece. Ahora llego a la conclusión de que no me permitía estar enfadada. Había interiorizado que eso estaba mal, que no era de buena cristiana sentir ira, furia, coraje, como decimos en Andalucía, resbalando la «j» por la garganta.
Manejar las emociones, especialmente esas que no son agradables de sentir o reconocer, es absolutamente necesario para la salud física, mental y emocional. Y, como también he experimentado, para «la salud en la fe». Y es que, cuando te niegas a estar triste, decepcionado, frustrado, inseguro, o enfadado (como me pasó a mí), te estás negando a reconocer parte de ti, de tu propia historia, de tu particular manera de encarar la vida, de tu humanidad. Te estás negando a SER. Y si algo quiere Dios es que seamos nosotros mismos, porque así Él nos soñó, así nos tatuó en la palma de su mano.
Si he aprendido algo de este enfado tan largo y difícil de aceptar es que hay que hacerle espacio dentro de uno, hay que escucharlo, incluso reconocerle la luz que pueda aportarte (en mi caso, gracias a que reconocí estar enfadada pude mantenerme en pie y no ir llorando por los rincones). Pero también hay que marcarle límites para que no te domine, para que seas capaz de sentir ira sin que ésta te devore. Y, finalmente, hay que saber despedirse de ella, no sin antes abrazarle y darle las gracias. Entonces, de pronto, te bajas de esa especie de pedestal donde creías que debías estar sin caerte (el de esa perfección que no lleva a nada) y te contemplas en toda tu humanidad, en tu pobreza y en tu riqueza, y sonríes mientras te das cuenta de que «es así como Tú me quieres, ¿verdad, Señor?»
Crisis de los cuarenta le llaman algunos, aunque a mí ya me pasaron los cuarenta hace unos años. Puede ser que lo sea, aunque yo prefiero llamarle «vivencia en mis carnes de la parábola de la oveja perdida». Yo soy esa oveja extraviada a la que Jesús salió a buscar, que encontró y la devolvió a donde tenía que estar. Me encontraste, Señor, me llevaste de vuelta a casa, aunque seguiste dejando la puerta abierta, sabiendo que soy mucho de ir y volver. Pero ya no tengo miedo. Sé que siempre sales a mi encuentro porque, en el fondo, mi corazón no deja de buscarte.