Mirando por la ventana veo nubes que auguran lluvia. Por si acaso, salgo de casa pertrechado para la ocasión: zapatillas y abrigo impermeables, funda para la mochila preparada y paraguas a mano. Otras veces me ha pillado por sorpresa, pero no será ésta la ocasión. Es ser previsor, pero en el fondo todo nace de mi miedo a mojarme, por lo desagradable que resulta y por lo probable de ponerme malo.

Hoy en día, ese miedo amenaza en todos los ámbitos: relaciones, trabajo, estudios… y en todos parece lo más inteligente moverse preparando, vacunado contra diversas situaciones, vestido para todo y cargando no solo con lo que vivimos, sino también con aquello que no queremos vivir. Capas de corazas nos hacen ver impertérritos el mundo, cuando en realidad nos movemos acongojados ante un futuro posible. Cada nueva horizonte imaginario nos hace llevar un escudo más, y a veces se puede cargar, otras ese peso se hace insoportable, pero siempre resulta limitante.

El miedo es totalmente natural. Hay que escucharlo, porque diferencia la valentía de la temeridad, pero si bien resulta un freno necesario, no podemos permitirle que sea volante de nuestra vida. Nuestras corazas encierran, evitan que el corazón se amplíe para que entren más nombres, más historias, alegrías… y sí, también preocupaciones y dolores. Por eso a veces resulta necesario desnudarse de uno mismo para revestirse del otro, dejar lugar a que podamos ser heridos, ir a corazón abierto y arriesgarnos a las cicatrices que ello conlleva.

Da miedo pensar en los días grises, nadie quiere tener momentos malos, pero el árbol de la vida, puesto siempre al sol, se seca. Creo que los momentos de oscuridad en los que nos asolan las tormentas son también necesarios para crecer. Sin el agua que nos dejan, no sobreviviríamos, y de poco sirve ver llover en otros si mis pozos siguen vacíos.

Pocas imágenes me resultan tan elocuentes en el cristianismo como la de Jesús crucificado, desnudado de todo. A veces ese es el resultado de amar, no sin miedo –pues también Él lo tuvo– sino con la valentía de poner toda la carne en el asador, ponerla hasta en la cruz. Es la experiencia de un amor real, de la vida entregada, la que acaba en la resurrección con más fuerza que nunca. Su desnudez nos habla, su forma de amar nos interpela, aquel hombre que, sabiendo quién le iba a traicionar, se quita su protección ante él, antes todos, y a pecho descubierto nos limpia los pies.

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