Que dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que, con ocasión de la fiesta de Pentecostés, el Espíritu Santo vino sobre los apóstoles y les insufló la capacidad de hablar en lenguas que hasta entonces desconocían, de manera que la gente llegada a Jerusalén desde todo el mundo conocido «los oía hablar en su propia lengua» y entendía sus palabras sobre Jesús.
Que digo yo que en estos tiempos que corren, con tanta división y extremismo, con tanto malentendido, con tanta gente preocupada por quedarse a gusto con la certeza de habernos soltado todo lo que querían contarnos, lo de los apóstoles y el Espíritu es un puntazo.
Un puntazo porque nos enseña que parte del envío misionero que recibimos en la Pascua, y especialmente en Pentecostés, consiste en no preocuparnos tanto por vomitar todo lo que sabemos o queremos demostrar, sino por buscar «el gesto y la palabra oportuna frente al hermano». Oportuna para llegar al otro, ojo. No para quedarme yo a gusto.
Pentecostés nos lanza al mundo para que nuestro prójimo pueda conocer la belleza de nuestra fe. La clave del asunto no reside quizás en repetir lo que siempre se ha hecho porque lo antiguo siempre es mejor. Tampoco reside quizás en romper con todo lo anterior porque lo joven o lo nuevo siempre es mejor. La clave entonces parece estar en buscar los medios y las palabras, las formas más adecuadas –aunque a nosotros nos resulten desconcertantes o desconocidas– para que lo que transmitimos llegue y ayude a quien nos escucha.
Así que, ya que estamos en tiempos donde el discurso se ha vuelto tan tabernario, póngasenos una ronda de Pentecostés, por favor.