Hay varias palabras que últimamente hemos convertido en mágicas. Son esas que, cuando las pronuncias, te confieren algo así como una perla de inmunidad total o una indulgencia más que plenaria. Porque una vez dichas ya nadie te podrá confrontar. Entre las más eficaces se encuentran vocablos como vulnerabilidad, derecho… o cuidarse.
Pero hay otra no menos fascinante. Se trata de la palabra “deseo”. Es salir de tu boca y, como si de un hechizo se tratase, consigues que nadie se atreva por nada del mundo a llevarte la contraria. Y si además balbuceas después el término “profundo”, entonces estás salvado del todo. Puedes decir lo que quieras –de esto o de lo que sea, por supuesto– que no encontrarás quién ose rechistar.
Sin duda tenemos que reconocer y conectar con nuestros deseos más profundos. Con aquello que se mueve en lo hondo, allí donde late –entre escondida y pujante– nuestra verdad más sincera. Porque ahí habla Dios. Pero lo que a menudo se nos olvida es que los deseos, por profundos que sean, también se disciernen. ¿O no tenemos la experiencia de que, con el tiempo, lo que creíamos deseo se nos revela como mero capricho? ¿O que aquello que pensábamos tan profundo realmente era bastante más superficial?
Y es que los deseos pueden ser lugar en el que se nos cuele la tentación. Así, no es más divino el deseo más intenso, sino el que deja un mayor poso de verdad y de bien. Ni el más autocomplaciente –el que te hace sentir más tú mismo–, sino el que te lleva a apuntar a lo eterno. Ni el más liberador, sino el que te pone en continuidad con la historia de salvación que Dios ya está haciendo contigo.
Sospecha de tus deseos –tan profundos ellos– cuando no se dejen poner en cuestión. Cuando no permitan que se escuche una voz distinta a la tuya. Sospecha de ellos cuando te encierren en ti, cuando no te hagan falta los otros y no te preocupe nada más que tu propia mismidad. Sospecha cuando se saturen tan pronto, una y otra vez, que te lleven a echar continuamente de menos las estrellas.
Y, eso sí, fíate de ellos –con toda la fuerza de que seas capaz– si te abren a lo infinito. A la voz de los otros. A la fe, a la esperanza. Y al amor. Pero al amor de verdad. Al amor más profundo, no al capricho más superficial.