Siempre que empezaba el curso alguno de los alumnos de 4º de Secundaria decía en voz alta, muchas veces para hacerse el gallito más que por verdadera convicción, que no creía. Era en la primera o segunda clase de religión del año.
Mi respuesta siempre era la misma. Tú eres creyente como lo somos muchos. Tú crees porque no puedes probar nada con la razón científica. Piensas que no hay nada más allá de la vida, ni hubo nada antes. Piensas que estamos aquí por azar y que esta casualidad un día tendrá su punto final con la muerte.
Los llamados creyentes, igual. Creen en Dios, creen en Jesucristo que vino con la misión de que vivamos plenamente y para decirnos que Dios vence a la muerte y al mal. Que el amor a todas las personas y el servicio merecen la pena. Pero no pueden demostrarlo científicamente.
En este tipo de conversación se escucha pronto ese argumento de que los creyentes creen para cubrir una necesidad humana, psicológica y espiritual de no encontrarse solos. Sin embargo, pocas veces se escucha que esa necesidad, si es común a todas las personas, la tenemos que resolver todos. Así que si te dices creyente como si te consideras no creyente has cubierto esa necesidad. Las dos opciones tienen fe en que Dios camine a nuestro lado o no haya nada.
Me parece que el título que nos demos a nosotros mismos no es importante. Sí lo es, creas o no, que estés abierto a la trascendencia. Que busques algo más que el carpe diem. Que no dejes de cuestionarte con esas preguntas que son un misterio, pero en cuya respuesta nos jugamos la vida: ¿qué hago aquí?, ¿para qué estoy viviendo?, ¿a qué me invita Jesucristo?, ¿qué puedo hacer contra el mal y el sufrimiento?
Ojalá todos, creyentes o no, estemos abiertos a un encuentro en el que Dios se acerca para restaurarnos y enviarnos. El Señor viene a encontrarte.