Hace unos días el sacerdote marianista Daniel Pajuelo, más conocido en las redes como @smdani, subió a su canal de YouTube dos testimonios LGTBI. Uno era la historia de James, sacerdote homosexual, y otro era de Herminia y Javier, padres de dos hijos homosexuales, Sara y Javier.

Las reacciones a favor y en contra no se hicieron esperar. Lo que más me llamó la atención es que un comentario se repetía en defensores de ambos bandos. Venía a decir algo así como: «ya era hora de que alguien dijera la verdad». Y yo me pregunto, si solo hay una «verdad», ¿cómo es que no somos capaces de ponernos de acuerdo en su contenido?

No es el objetivo de este artículo responder a esta pregunta, pues la verdad es tan compleja e inabarcable como el Dios que la creó. A nosotros nos diseñó limitados, hechos para poder entender sólo parte de esa creación… y, normalmente, cada persona tiene una experiencia diferente de la misma. De ahí surge la diversidad.

Herminia y Javier decían que una característica común a todas las personas homófobas es que no son capaces de empatizar con las vivencias de las personas homosexuales. Demasiado a menudo se les identifica con una serie de ideas preconcebidas que pueden no ajustarse a su realidad o a su manera de vivir su homosexualidad. Difícilmente se puede amar lo que no se comprende. Por eso James animaba a hablar de manera honesta sobre la orientación sexual. Dejar que los demás nos vean como Dios nos ve, porque así nos creó. Somos quienes somos por Él, no a pesar de Él.

Herminia contaba que cuando su hija Sara le habló por primera vez de su realidad le decía: «mamá, soy la misma». Y es que lo es. Sara no fue un error de Dios. Los miembros de la comunidad LGTBI no son errores de Dios. No tienen que autocorregirse, no tienen que curarse. Por eso, Herminia nos recuerda que no basta con acoger a los homosexuales y transexuales (y dicho sea de paso, los pobres, los divorciados, los migrantes y demás personas sentadas al borde del camino, esperando que alguien se dé cuenta de que están ahí). Son cristianos «de pleno derecho».

A esto yo me permito añadir que aceptar como suficiente la sola acogida de estas personas es quedarse muy corto. Es más, sería hasta condescendiente. Cuando hablamos de acoger, estamos hablando de aceptar e integrar. No es desde la resignación y el voluntarismo, como el que tiene un hijo díscolo al que debe educar. Tampoco es desde la pena, como la que se puede llegar a sentir por una persona con una enfermedad incurable, pues los homosexuales no están enfermos.

Acoger es adaptar las estructuras establecidas a los «nuevos» miembros (que de nuevos no tienen nada, lo que pasa es que siempre se ha mirado para otro lado). Y sí, estoy hablando de liturgia y celebraciones. Acoger es que dos chicas puedan entrar de la mano en una iglesia sin que se las mire. Acoger también es pedir perdón por los errores cometidos y el daño causado.

Acoger es, en definitiva, aceptar con alegría que alguien es amado por Dios por ser quien es, no a pesar de lo que es, como decía James. Es entender que el amor siempre es un don de Dios y también hay amor entre personas del mismo sexo. Acoger es aceptar que toda historia de amor es una historia de salvación.

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