Hace poco una monja de clausura me contaba como a veces sentían la tentación de la productividad del mundo empresarial. De subirse al mundo del mercado, para poder tener más encargos que ayuden a hacer frente a la multitud de gastos que los monasterios ocasionan.

Pero estaba convencida de que lo suyo era hacer las cosas que ya nadie hace. Esas pastas artesanales hechas una a una, en ambiente de oración, y con el cuidado que las hace únicas y especiales. Las labores de artesanía que ya no se encuentran en ningún sitio, y cuyo detalle y originalidad no puede suplir ninguna industria seriada. Sabía que su hacer tenía que ser un reflejo de su ser. Y así, no buscar tanto la eficacia, cuanto otras claves evangélicas que no casan con nuestros esquemas.

Me dejó muy pensativo pues me di cuenta de que a los que estamos en la llamada vida activa puede pasarnos algo parecido. Podemos caer en la tentación de querer hacerlo todo de un modo eficiente, de querer llegar a todo, sacarle el «máximo beneficio pastoral» a nuestras obras, con el tiempo justo (para poder atender cuantas más cosas mejor).

Entrando en esta dinámica no nos damos cuenta de que podemos caer en algo muy propio de nuestra sociedad como es el no tener tiempo para dedicarle a las personas. Y no me refiero a ese tiempo personal de ocio y descanso del que tanto se habla. Sino a ese tiempo gratuito que necesita el trato pastoral de calidad. Un tiempo para acompañar y estar sin correr, que debería ser una especie de «sello de calidad» en nuestra entrega a los hermanos desde el Señor.

Se trata de vivir de tal modo que Dios y los demás sean los verdaderos protagonistas de nuestra vida, dando así testimonio de que las personas son más importantes que las cosas o instituciones.

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PastoralSJ
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