Llegan las vacaciones. Miramos nuestros calendarios para contar los días que nos quedan hasta cerrar por última vez el ordenador.
Tenemos ya todo planificado. Lo que vamos a hacer cada día y con quién, cómo vamos a descansar, a quién vamos a ver, qué vamos a visitar, dónde vamos a comer…
Tenemos ganas. Ha sido un curso largo y duro y necesitamos coger aire fresco. ¿Y quién no? Es justo y necesario. Somos humanos.
Sim embargo, en ese anhelo de recargar pilas, se nos pueden colar los eslóganes de nuestra sociedad.
Las frases son variopintas: «este verano solo quiero ponerme moreno», «no quiero que nadie me moleste, es mi veraneo y me lo merezco», «este verano quiero olvidarme de todo y huir de mis problemas» o «sólo quiero pasármelo bien»
Esta mirada del mundo nos hace muy pobres.
Para el mundo, las vacaciones son tiempo para mí, tiempo de huida de mi realidad y de mis problemas, y tiempo de buscar en las cosas la felicidad.
En cambio para el cristiano, en vez de mirarse a sí mismo, mira al Otro, en vez de huir de sus problemas, los abraza, y en vez de buscar la felicidad en las cosas, las encuentra en Dios.
Por eso, las vacaciones para el cristiano son un tiempo para amar. Y amando, disfrutaremos. Amando, viviremos a lo grande. Amando, descansaremos.
Y por encima de todo, en tiempo de vacaciones hallaremos descanso en Él.
Él les dijo: «Venid vosotros a solas a un lugar desierto a descansar un poco» (Mc 6, 31).