El sociólogo de la religión Rodney Stark define la procrastinación religiosa como «la tendencia de los individuos a elevar su nivel de compromiso religioso a medida que aumenta su edad». Esta tendencia se comprueba, en opinión de Stark, en las frecuentes «conversiones de trinchera» y de «lecho de muerte».

Dicho de un modo más coloquial: a medida que nos hacemos mayores, o ante situaciones límite –una crisis personal, la enfermedad, la guerra o la misma muerte– la religión se transforma en una tabla de salvación a la que nos aferramos como último recurso

Algunos relatos bíblicos podrían ser interpretados desde esta perspectiva, como advertencias frente a la tendencia humana a la procrastinación. Un ejemplo paradigmático es el de aquel hombre rico, el epulón, cuya historia nos narra el evangelista Lucas (16, 19-31).

Al experimentar, tras su muerte, los tormentos del infierno, el epulón pide a Abrahán que envíe al pobre Lázaro para que alerte a sus familiares y puedan así reaccionar y cambiar su comportamiento: «Te ruego que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también ellos a este lugar de tormento» –exclama en medio de sus sufrimientos sin conseguir que Abrahán cambie de opinión–.

Pero el caso del epulón no es el único. El conjunto de la literatura apocalíptica que encontramos en la Biblia podría considerarse una advertencia frente a la procrastinación religiosa, un revulsivo que fuerza al oyente a reaccionar y anticipar las decisiones vitales importantes antes de que sea demasiado tarde.

La mayoría de los estudiosos consideran que el cristianismo primitivo era una religión fervientemente apocalíptica, empeñada en la inminente «segunda venida» de Cristo para presidir el Juicio Final. En un conocido sermón del evangelio de Mateo (24-25) –el llamado «pequeño apocalipsis» o «juicio de las naciones»– Jesús predice la inminente tribulación colectiva, el juicio previo a la venida del «Hijo del Hombre» que se sentará en un trono para separar las ovejas de las cabras.

El último libro del Nuevo Testamento –el Apocalipsis de Juan– cierra el canon cristiano en clave apocalíptica. Este texto complejo y rico en símbolos ofrece un relato sobrecogedor y desconcertante de la crisis inminente, el juicio final y la salvación.

Muchos siglos después, el teólogo John Collins, en su interpretación del género apocalíptico, ha ratificado su valor afirmando que este tipo de narración «pretende interpretar las circunstancias terrenales presentes a la luz del mundo sobrenatural y del futuro, e influir tanto en el entendimiento como en el comportamiento de la audiencia por medio de la autoridad divina».

Imaginar una situación límite, «de trinchera» –como hace Juan en su Apocalipsis–, o anticipar la visión del «lecho de muerte» –como hace Lucas en su parábola del hombre rico y Lázaro el pobre–, o anunciar un «juicio inminente» –como hace Mateo en su pequeño apocalipsis– serían formas diversas de acercar el futuro al presente con el fin de evitar la procrastinación religiosa.

Ahora bien, todos estos relatos hay que manejarlos con prudencia, porque son fácilmente manipulables y han llevado a comprensiones distorsionadas de la fe cristiana a lo largo de la historia. Los movimientos milenaristas, por ejemplo, apoyándose en el Apocalipsis de Juan, han aparecido y reaparecido desde el s. II hasta nuestros días llegando a justificar el militarismo, la violencia o las visiones fundamentalistas de algunas sectas evangélicas contemporáneas.

La advertencia de Rodney Stark, la sabiduría de la Biblia y la experiencia histórica de la Iglesia nos ayudan a caer en la cuenta de dos grandes peligros que asedian a todo creyente: la procrastinación y la radicalización. También nos recuerdan que el remedio, si no se administra con prudencia, puede ser peor que la enfermedad.

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