Está hospitalizado Nelson Mandela, y su enfermedad da la vuelta al mundo. Andamos faltos de mitos. Y Mandela ya lo es para nosotros. Como otros hombres y mujeres. Como Madre Teresa. Como Monseñor Romero, a quien recordábamos hace unos días, al cumplirse 33 años de su asesinato. Siempre me ha impresionado la sonrisa de estas personas. No es la sonrisa ingenua o superficial de quien no se entera de nada. No es el gesto evasivo de quien no comprende el mundo. Es, más bien, la sonrisa de quien ha estado en el infierno, y ha salido indemne de cuerpo y espíritu, sin sucumbir al rencor, al odio o a la derrota. Gente que se ha negado a refugiarse en la autocompasión o en la revancha. Han comprendido que el amor vence, y han decidido amar, plantando cara a lo injusto (ya sea la segregación racial, la pobreza más escandalosa o la opresión de unos hombres por otros).
Hay una imagen en el castillo de Javier de un Cristo que, desde la cruz, sonríe. En ese contraste, entre fracaso y júbilo, dolor y alegría, hay toda una declaración acerca de la vida, del amor, del sentido. Sonreír, plantando cara a la muerte, a la injusticia, a lo inmoral, a lo inhumano. Sonreír al ver, con claridad, que el amor tiene la última palabra. Sonreír, aun a través de las lágrimas. He ahí la piedra en que se esculpen las más hermosas historias.