Poco a poco los medios de comunicación van dando cabida a lo que los expertos han venido a llamar «la pandemia silenciosa de la soledad». Hablar de soledad nos sitúa, en primer lugar, en el dintel de muchas patologías y trastornos psíquicos, cuyo acompañamiento terapéutico requiere un debate profundo y comprometido. La soledad no es solo causa o consecuencia de enfermedades, sino que va poco a poco convirtiéndose en una dolencia estructural de nuestra sociedad. Niños, jóvenes, adultos y ancianos experimentan un vacío personal con el que no siempre es fácil convivir.
La Navidad, sea en una experiencia creyente o meramente social, acentúa esta nostalgia de los demás. Familias rotas que no logran reunirse, personas que no tienen con quien celebrarla, ancianos a los que nadie visita; son solo algunos ejemplos que todos conocemos. Nuestra sociedad individualista ha restado importancia a los vínculos personales, primando el gozo individual sobre cualquier otra relación. Sin embargo, nuestra naturaleza se abre paso a gritos recordándonos que no somos sin el otro. Es entonces cuando la soledad, expresada en el vacío de horizonte, de relaciones profundas y de cuidados; hace presa del individuo aislado.
La soledad evidencia que el yo sin un tú se ahoga, que sin otro u otros la vida se hace árida y pesada. Surge entonces el riesgo de las relaciones que solo esconden el vacío, los otros dejan de ser un alguien para ser un ocio, un objeto de entretenimiento que llena de frivolidad el agujero que ha generado la soledad. Pero ese agujero no deja de hacerse más grande, porque la soledad no es la ausencia física de los demás, sino la experiencia personal de sentirse sin nadie.
¿Cómo salir de la paradoja de la sociedad solitaria e interconectada? Nadie puede negar que cuanto más conectados digitalmente estamos, más sensación de soledad existe. Por eso, comencemos por cuidarnos, por volvernos a tratar como personas y no como objetos de ocio, seguidores de redes sociales o consumidores de nuestra vida. Debemos volver a unirnos por redes de afecto real, aquellas que son capaces de sostenernos en las dificultades, de hacernos presentes también en la ausencia.
Y es que la soledad no es lo mismo que estar solo. En la vida no podemos estar siempre acompañados y saber convivir con la experiencia de estar solo es fundamental para madurar. El problema es cuando al estar solo se experimenta una soledad que lo envuelve todo. Por eso, necesitamos relaciones reales capaces de sostener en la distancia, de hacer sentir que estar solo no conlleva sentirse abandonado.
La filósofa judía H. Arendt proponía recuperar la comprensión clásica de la amistad como unión entre los miembros de la sociedad. Arendt traducía la expresión clásica de filantropía por humanidad, es decir, nuestras relaciones nos humanizan. Solo dejaremos de sentirnos solos cuando sepamos que hay una red de relaciones de familia, amistad y amor que no desaparecen. Quizás así, volviendo a las relaciones verdaderas, podamos frenar el avance de esta pandemia silenciosa que lleva a tantas personas a sentirse al borde de la desesperación. No es mal momento para pararnos como sociedad y pensar ¿qué hacemos por los que sienten solos? Así tal vez no nos tengamos que arrepentir de las tragedias de nuestros vecinos.