Disfrutaba el pasado sábado de poder celebrar y compartir la ordenación de los nuevos diáconos jesuitas con dos laicos de mi diócesis. No deja de ser un momento puntual al que asistía por una cuestión personal, pero visto en clave eclesial me llevaba a ver que cuando los miembros de la Iglesia crecen, crecemos todos.

Las generaciones de jóvenes que nos estamos formando en estos momentos creemos, y debemos creer, en el profundo sentido de la comunión que supone ser Iglesia: un único corazón, Cristo, que bombea en miembros muy diversos, pero profundamente relacionados que se aprecian y valoran entre sí.

Y esto no puede quedarse en un eslogan bonito o en una campaña puntual, sino en una defensa activa de la erradicación de la comprensión tribal de la Iglesia. Nos guste o no, todos nos hemos encontrado con una comprensión de la Iglesia como compartimentos estancos en competición, un peligroso individualismo identitario.

Y es que esas identidades excluyentes nos provocan muchas veces un ridículo sentido de competición, absurdo de puertas para adentro y deslegitimador de puertas para afuera. El ejemplo más triste es una particular forma de entender el discernimiento vocacional, que mira a las demás opciones como riesgo y no como posibilidad. ¿Qué es mejor un seminarista diocesano o un consagrado en proceso de ordenarse? ¿Qué es mejor una novicia contemplativa o una religiosa de vida activa? ¿la opción matrimonial o la opción célibe? Sólo hay una respuesta: así formulada es una pregunta absurda.  

Nuestra identidad es la de cristianos en Cristo, manifestada de forma –gracias a Dios– muy diversa, por eso es absurdo todo planteamiento utilitario de lo que somos, no somos para una orden, para una diócesis o para una vocación, somos para Dios y el mundo en una orden, en una diócesis y en una vocación particular, por eso no es cuál es mejor opción sino cuál es mi opción.

Jugando con la mítica frase de Luther King, tengamos el sueño de una Iglesia en la que no necesitemos expresarnos por confrontación sino mostrando con alegría o que somos. Soñemos con diócesis que se alegran por tener consagrados, consagrados cuyos colegios se insertan en la vida diocesana, soñemos con una vocación matrimonial y laical con el mismo estatuto y reconocimiento que las vocaciones célibes.

Sumémonos realmente al sueño de Cristo, ese sueño de podernos llamar verdaderamente amigos, amigos en comunión, es decir reconociéndonos diferentes y queriendo el bien de los otros.

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