Vivimos un tiempo dominado por la imagen, por la apariencia. Muchas veces, las tendencias son irrespetuosas con Dios, y todos nosotros hemos criticado alguna vez esta vestimenta ofensiva, aquella escena de mal gusto o la letra de aquella otra canción hiriente.
En los últimos tiempos, tal vez por mi optimismo patológico, veo signos positivos en esa cultura de masas y redes sociales que tan raudos acudimos a vilipendiar cuando nos ofenden. Y uno tan evidente como para ponerme a escribir y compartirlo ha sido la reciente actividad de la cantante Rosalía en estas semanas previas al lanzamiento de su nuevo álbum.
Por si no fuese suficiente que el disco se llame Lux y muestre en su portada a la artista en posición orante, vistiendo velo y vestido blancos cual novicia, la presentación del mismo habla de “mística” o “trascendencia”. De hecho, su acto inaugural en la Gran Vía de Madrid se orquestó como una “aparición”: unos pocos vieron a la artista y la multitud se tuvo que conformar con una pantalla, un símbolo. Además, en las primeras entrevistas, para generar expectación, la cantante habla sin tapujos de esa plenitud que tratamos de alcanzar sin éxito con nuestra carrera, con cosas materiales o incluso con relaciones románticas. De esa plenitud que “igual Dios es el único que puede llenar”.
Habrá quien considere que esta espiritualidad tan pública y notoria es una pose, una estrategia para llamar la atención, para provocar a un público acomodado en posturas egoístas, relativistas y materialistas, tan alejado del cristianismo. Yo me quedo en mi lectura optimista, y celebro que una artista del calado de Rosalía hable de Dios. Habrá quienes la critiquen, pero muchos irán más allá y quién sabe, tal vez lleguen también a entender que Él es camino, verdad y vida.



