Conviértete y cree en el Evangelio. Año tras año oigo la misma frase al comenzar la Cuaresma y año tras año surge la misma idea en mi cabeza: este año toca, este año me convierto del todo. Y a partir de ese momento empiezo a hacer grandes planes para las próximas semanas que siempre acaban igual. Año tras año me propongo ser más cariñoso con mis padres, rezar más, sonreír más a mis compañeros, ser más paciente; sin embargo por mucho empeño que le pongo, termino fracasando en mi meta por convertirme del todo. Me topo de bruces con mis miserias, con mis heridas y mis fracasos y me digo: «me rindo Señor, no soy capaz de convertirme».
De repente, como si se tratara de un fogonazo, lo veo con claridad. Solo cuando me reconozco pequeño y limitado, deseoso de seguir a Jesús pero incapaz de hacerlo únicamente a base de puños, es cuando comienzo a convertirme. Cuando acepto que la clave no reside tanto en mis fuerzas sino en dejarme hacer por Él, es cuando puedo mirar hacia detrás y reconocer que mi conversión comenzó hace tiempo, que paso a paso el Señor ha ido actuando en mí. Entonces puedo mirar hacia delante y aceptar con paz que volveré a caer, que me equivocaré muchas veces, que aún queda mucho camino por recorrer, que la conversión es una historia que dura toda la vida.
No me desanimo, no me apresuro, no me frustro, soy más consciente de mi debilidad pero al mismo tiempo sé donde reside en verdad mi fuerza. Por eso este año, al comenzar la Cuaresma, otras palabras resuenan en mi interior: ríndete y confía.