Decía Heiddeger: «La renuncia no quita. La renuncia da». Esta frase la descubrí hace poco, y fue como esa especie de confirmación que necesitaba a una cuestión que hacía tiempo que le daba vueltas: que, a veces, renunciar es lo necesario y lo más valiente. Como guinda a esta reflexión, el otro día me topé con un artículo cuyo titular decía así: «De tocar con ‘El Canto del Loco’ para 100.000 personas a hacerlo ante siete: una historia de dignidad artística». El protagonista del artículo es Pipo Romero, un talentoso guitarrista gaditano que renunció a grandes conciertos, altos cargos en discográficas y sueldos desorbitados para ser fiel al tipo de música que quería componer y cantar. Aunque eso le trajera sinsabores como estar endeudado hasta arriba, no tener vida social o tener que depender de la ayuda de la familia o de la pareja. Pero el tipo no se arrepentía de la decisión tomada: la de optar por una vida austera y de duro trabajo, porque la otra, la de mucho éxito y dinero, «no me alimentaba nada interiormente».

Siempre he sido muy atrevida con todas las propuestas que me han ido saliendo en mi vida. Es como si llevara tatuada en mi mente esa expresión de «no dejar pasar ningún tren». Con los años me he dado cuenta de que es más una cuestión de discernimiento que de comprar todas las papeletas por si alguna toca. Y en ese discernimiento a veces se descubre que la mejor decisión es renunciar.

En ocasiones nos sobrevienen esos cantos de sirena que asaltaron a Ulises en su odisea, y como no nos agarremos bien a algo firme, nos terminan llevando a donde nos dicen. Cantos que hablan de relaciones menos complicadas, de sueldos más altos, de vidas menos comprometidas, de menos esfuerzo y sacrificio y más buscar lo fácil y rápido… Esas tentaciones que nos asaltan a todos alguna vez en la vida. Tan melodiosas, tan seductoras y tan tormentosas también.

Creo que ese frenesí por vivirlo todo se desvanece cuando uno aprende a sentarse al lado de sus propias tentaciones y las escucha. Da miedo, sí; son tan sugerentes y tienen un discurso tan bien hecho…Pero dentro de ellas ruge algo muy nuestro: lo que echamos en falta, lo que ansiamos, esperamos o deseamos de la vida. En ese diálogo que establecemos con ellas entra el discernimiento. No se discierne si solo se escucha una voz, la propia voz. Hay que escuchar las otras, las que preferiríamos que no nos hablaran.

Me llevó mucho tiempo entender que renunciar es elegir. Es como la solución negativa de la ecuación de segundo grado, que parece la más fea, pero es solución también y, a veces, solución necesaria. Y puedo decir, con el corazón en la mano y sin ánimo de quedar bien ni de poner un final redondo a este texto, que en esas renuncias es cuando he aprendido de verdad lo que es sentirse libre. A pesar de la ruptura que se experimenta, de las dudas que te asaltan, de las miles de veces que te acosa la idea de haberte equivocado. Justo en ese agujero estrecho por el que decides pasar descubres dentro de ti una seguridad y confianza que reconstruyen todos los escombros que dejaron en tu interior aquella renuncia.

La renuncia no siempre es un retroceso. No tiene por qué ser el resultado de la cobardía o del miedo. Ni de la pereza o la apatía. A veces se renuncia por justicia, por sensatez, por lealtad, por generosidad. Y por amor. Sí, también por amor.

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