La tentación del maniqueo

«Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: 'Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que le tire la primera piedra'.» (Jn 8, 7)

La tentación del maniqueo consiste en dividir el mundo en buenos y malos. Los míos y los  otros. Lo mismo da si hablamos de política, de religión, de economía… Cierto es que no todo da igual, y que hay cosas buenas y malas. Pero normalmente nadie está en posesión de toda la verdad. Ojalá supiese aceptar mi propia dosis de equivocación, y respetar el desacuerdo con otros. Ojalá el diálogo fuese  en mi manera de actuar menos un eslogan y más una forma de profundizar en las cosas para buscar lo que más se aproxima al evangelio. Ojalá tratase de descubrir la parte de razón que tiene el otro. Porque de otro modo, termina uno etiquetando siempre al que piensa distinto… (tú eres un rojo, y tú facha, tú eres un inmoral, y tú un fundamentalista, tú un intransigente, y tú un frívolo, tú un intolerante, y tú un acrítico, tú un voluntarista y tú un blando... y así sucesivamente). En cualquier caso líbranos, Señor, de maniqueísmos de todo extremo, de descalificar sin más al otro. De creernos en posesión de la verdad. Porque, de otro modo, cuando descubramos nuestra porción de noche nos ahogará.

¿Cómo solucionar esa tensión; no aceptar indiscriminadamente todo, pero al tiempo, no vivir instalado en la condena de quien es distinto, cree distinto, siente distinto, piensa distinto, ama distinto…? 

Examen del maniqueo

 

Cuántas veces ha sido humillada tu soberbia: 

la soberbia del maniqueo. 

Cuántas veces has tenido que beberte las lágrimas de hiel 

de no ser puro como un ángel.

 

¿De qué vale sutilizar los argumentos? 

Sí, has colaborado con todo lo que odias,

con la múltiple, infinita cara del mal.

¿En mínima medida? ¿Sólo por omisión? ¿Sólo para ganar el pan? 

Nada puede consolarte.

Nada: porque mientras menor o más irrechazable haya sido tu complicidad, 

más esencial es tu miseria,

y mientras creías estar amparando en tu casa a los dioses siempre derrotados,

no eras más que un oscuro obrero de la monstruosa construcción.

 

Y así, cuando llegues a la presencia de tu Señor, no podrás decirle: 

«fui puro, no pacté, no mezclé mi alma con las tinieblas»,

sino tendrás que confesarle:

«soy esta mezcla deleznable,

me fue impuesto el insulto de la promiscuidad,

tuve que dar al César lo que es del César

y al cuerpo lo que es del cuerpo,

soy uno más, perdido y manchado, en el rebaño,

quise salvar la luz, pero no pude».

 

Cintio Vitier