Decimos que alguien procede de tal lugar o de tal otro si tiene allí su origen. Es donde nació, donde quizás se crió.

También decimos que un avión “procedente de Miami” va a aterrizar, o que un barco que procede de cierto puerto que es su punto de partida. Podemos escuchar en la estación que un “tren procedente de Barcelona va a efectuar su entrada en la vía 7 o en el andén 8”. Son indicaciones claras y precisas que nos dicen de dónde vienen esos aviones, barcos o trenes.

Hay cosas, en cambio, que son “de procedencia dudosa” y por eso decimos que hay “delincuentes que no pueden justificar la procedencia del dinero que trasladaban en una de las maletas”. Su origen es incierto y genera sospechas.

Podemos, igualmente, relacionar procedencia con ascendencia. Los españoles procedemos de los celtas y de los íberos, porque son pueblos que habitaban la Península hace siglos, y descendemos de ellos. La procedencia apunta hacia las fuentes, al principio o arranque de algo, cuando todo comenzó.

Cuando decimos que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo afirmamos que esas dos Personas de la Trinidad son su origen y su punto de partida. Que de ellas viene el Espíritu. Que son su ascendencia. Porque cuando se remonta el curso del río se encuentra la fuente. Si hacemos ese viaje hacia nuestra cuna, nuestra raíz, entonces se revela con enorme fuerza nuestro yo más profundo.

Del Espíritu Santo no sabemos “ni de donde viene ni hacia dónde va” (Juan 3,8). Pero sí sabemos que procede del Padre y del Hijo.

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PastoralSJ
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