«¡Qué hermosos sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz!» (Isaías 52,7)
Hay algo lleno de sutileza en esta descripción apuntada en tan solo un versículo. ¿Qué es lo hermoso? ¿El paso silencioso del mensajero? ¿Su forma de andar? ¿El puro hecho de estar avanzando por un mundo en el que se hace necesario anunciar la paz? Probablemente todo. La sutileza, el anuncio y la determinación por traer una buena noticia.
Cuando uno escucha estas palabras y las trae al presente se convierten en una doble llamada.
Por una parte, es un toque de atención. Es como si Isaías saltase a este tiempo actual, se plantase delante de uno, y le dijese, «¡Abre los ojos, mira, abre los oídos, escucha, ¡atiende!» Y esa invitación nos sacase de la resignación a la que a veces nos hemos acostumbrado. Que dejásemos de mirar tan solo, con cierto desaliento, a los titulares de guerra, o a los vídeos absurdos y vacíos de las redes sociales. Que aparcásemos por un momento lo frívolo, lo banal o lo polémico. Y pudiéramos atisbar el bien que se derrama por el mundo y aparece en resquicios insospechados. La palabra se convierte en promesa. La profecía, en bendición. Y uno decide convertirse en buscador del bien y la bondad, de la paz y la belleza. Al menos en estas semanas, ¿por qué no preguntarse, dónde está el bien?
La segunda llamada es más audaz. ¿Y si esos pies fueran los tuyos? O, dicho de otro modo, ¿por qué no te conviertes tú en mensajero de paz? -parece sugerir también Isaías-. ¿Por qué no haces de tus palabras, en este adviento, eco de la Palabra? ¿Por qué no siembras esperanza en lugar de desaliento? ¿Por qué no aparcas las críticas, los juicios o las condenas de a veces, para reemplazarlas por el reconocimiento sincero y generoso de lo mucho bueno que hay alrededor? ¿Por qué no es tu Adviento el que deja, a su paso, un reguero de paz?