Nos gusta buscar culpables. De lo que sale mal. De lo que nos frustra. De los anhelos que no se materializan. De los sentimientos no correspondidos. De la incomprensión. O de que la vida se perciba de maneras distintas. Culpables de que la realidad no sea como nos gustaría. De que el tiempo no vaya a nuestro ritmo, y a veces toque esperar.
Tener alguien a quien señalar, contra quien dirigir nuestro enfado, decepción o crítica parece que al menos permite pensar que las cosas podrían ser distintas. Más aún, que deberían ser distintas, y si no lo son, es por culpa de quienes no actúan como tendrían que hacerlo. La asignación de culpas permite convertir la frustración en algo más manejable, al poder descargar contra alguien nuestro malestar. Entonces convertimos la decepción en enfado, en reproche (público o silencioso), y en algunos casos, en conflicto.
Y demasiadas veces también, puestos a repartir culpas o asignar responsabilidades, nos cuesta empezar por nosotros mismos. Asumir las propias opciones también es importante. Y la auto-crítica es necesaria. Para no andar pensando que es el universo -o los demás- quien conspira contra uno.
En todo caso, aunque es posible que en algunas ocasiones sí podamos incidir en la responsabilidad que alguien tiene, ya seamos nosotros mismos u otros, muchas veces no hay culpables. No hay responsables. Y no hay mala intención detrás de esa realidad esquiva. Es, sencillamente, que nosotros no somos el centro del mundo. Y que la realidad es más compleja que nuestras expectativas. Es que las personas somos diferentes y no siempre podemos amoldarnos a las expectativas ajenas.