Mira que pasan personajes por el portal y sus alrededores teológicos… Los que viven en los márgenes se encaminan hacia el centro en la carrera de los pastores; las alturas del espíritu humano se abajan en la ofrenda de los reyes. Cabemos todos y todo —la creación entera— en ese espacio nuevo que se abre entre la gélida negrura de la noche y el tibio jadeo del muladar. Lo canta por bulerías el poeta: «Y pasarán los pastores, / y pasarán los tres reyes, / y gallos quebrando albores / en las carretas de bueyes» (Aquilino Duque).
Y, sin embargo, en los relatos que nos llegan del suceso hay ausencias que resultan clamorosas. Ni un solo niño alrededor del Niño. Ni rastro de los abuelos del pequeño. ¿Cómo es posible que no jueguen con el crío sus iguales, que no lo arropen de ternura sus ancestros? ¿Quién pudo arrullar mejor la cuna que su abuela? ¿Quién secundar mejor su regocijo que otro inocente cascabelero?
Esta perplejidad no hace sino crecer cuando contrastamos la Navidad de Cristo con la nuestra. Los que allí estaban desaparecidos aquí son casi los únicos presentes. A veces pareciera que esta fiesta fuera hoy solamente cosa de niños que se ilusionan o de abuelos que nos congregan en torno a sí. Como si, faltando los unos o los otros, no quedase apenas nadie en el pesebre.
Quizá sea mejor dejar las cosas como están. La historia es como es, ¿quién osaría reescribirla…? Sabemos, eso sí, que, a los que no estuvieron entonces, Cristo los fue a buscar, bien antes —«¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?», se oyó decir a la vieja Isabel—, bien después —«Dejad que los niños se acerquen a mí», oyeron decir los chiquillos a Jesús—. A los que no estamos ahora —todos esos adultos escépticos y fríos, perezosos y apáticos, suficientes y despistados—, ¿cuándo vendrás a llamarnos? ¿Cuándo nos determinaremos, Señor, a estar contigo, como aquellos adultos de la primera hora, recibiendo a horcajas tu misterio?



