Cada año, la Navidad parece alejarse un poco más de su sentido profundo. Entre luces, compras y ruido, olvidamos que el corazón de esta fiesta no está en el consumo, sino en el asombro. Sin embargo, en medio del brillo artificial del mundo urbano, en muchos rincones de la Amazonía el misterio de Belén sigue vivo. Allí donde la vida se celebra con sencillez, donde el pueblo se reúne para compartir el pan de la mandioca y el canto alrededor del fuego, Dios sigue naciendo.
El mensaje cristiano de la Navidad no envejece: Dios se hace pequeño, frágil, cercano. No nace en los palacios, sino en la intemperie; no en el centro del poder, sino en los márgenes. En la Amazonía, ese pesebre se encuentra en las comunidades que luchan por su tierra, en las madres que cuidan la vida del río, en los niños que aprenden a rezar en su lengua ancestral. El Dios que se encarna allí no se reviste de oro ni de luces, sino de humanidad y ternura.
Frente a un mundo que mide todo por su utilidad o su precio, la Navidad cristiana recuerda que la vida es don, que lo esencial no se compra ni se vende. Cada Nochebuena, cuando la tierra se adormece bajo el rumor del río y las estrellas reflejan su brillo en el agua, el corazón del Evangelio resuena: “Hoy les ha nacido un Salvador”. Y ese anuncio vuelve a despertar en quienes aún creen que la salvación no viene de arriba, sino de dentro, de lo humano, de lo divino que habita en lo pequeño.
Quizá el reto sea ese: dejar que la Navidad vuelva a ser lo que fue, una fiesta humilde donde Dios se mezcla con la vida del pueblo, y donde la esperanza —como el brote nuevo en la selva— florece silenciosamente.



