Nos encanta saber en qué cree cada persona: ¿es de izquierdas o derechas? ¿creyente, agnóstico, ateo? ¿qué periódico lee? ¿qué autores están en su mesa de noche? ¿a qué colegio o universidad fue?, etc. Y así nos hacemos una idea o, mejor dicho, un prejuicio sobre esa persona.
Cada vez veo que estas clasificaciones me sirven menos. Cada vez me importa menos lo que crea la persona con la que hablo. Pero hay algo que sí me interesa. Lo que me interesa de verdad, lo que realmente me importa es si la persona que tengo delante tiene más preguntas o más respuestas.
Los que tienen muchas respuestas y pocas preguntas me aburren, me cansan, y no sé de qué hablar con ellos. Incluso me dan un poco de miedo. Los encontramos en todas partes: en la Iglesia (son obispos, curas, laicos…) y en todo tipo de credos; en todos los partidos políticos, de izquierdas y derechas, en los separatistas y en los «unionistas», en las bases y en los dirigentes; en sindicatos, universidades, en los ascensores, en las reuniones de vecinos, y por supuesto, en la tele, la tele está llena de ellos.
Por suerte los que tienen más preguntas que respuestas están también en todas partes. Y aunque crean en cosas muy distintas a las mías siento una profunda comunión con ellos. Si encuentro alguien con más preguntas que respuestas, aunque esté en las antípodas de mis creencias, sé que disfrutaré, que podremos emprender proyectos juntos y que podrá surgir ese regalo tan precioso de la amistad. Esas personas me ayudan a buscar, me hacen preguntas nuevas que me hacen salir de mí. Con ellos veo la realidad de formas nuevas. Por supuesto, sé que saldré con más preguntas y menos respuestas, pero ¿no es eso vivir?