Hace apenas un par de semanas, un grupo de ciclistas, profesionales unos, aficionados otros, pedalearon desde Valencia a Compostela para visibilizar ante la sociedad un grave y terrible drama: el suicidio juvenil. Las estadísticas son elocuentes y señalan que un 16,8% del total de suicidios corresponde a jóvenes de entre 20 y 39 años.

Es este un problema que interpela a la sociedad y que debe hacernos reflexionar a cada uno de nosotros. Sabemos por experiencia que la mejor forma de afrontar las dificultades es ponerlas sobre la mesa y no ocultarlas. Tal vez sea necesario repensar los modelos de comportamiento que se proponen a los jóvenes y comenzar a trabajar para sanar esas heridas o dolencias profundas del alma que, lamentablemente, pueden conducir a situaciones como las que denunciaron con sus pedaladas ese grupo de ciclistas.

Y desde nuestra visión cristiana podemos proponer el sentido esperanzador que tenían aquellas palabras del viejo Simeón, cuando tomó en sus brazos a Jesús recién nacido y dijo de Él que era «luz para iluminar a las naciones». Abordar la realidad desde esta perspectiva da un valor añadido a todas las necesarias actuaciones humanas. Los cristianos sabemos que hay dolencias que necesitan ser curadas con la medicina de lo espiritual: Cristo, en la humildad de un Niño recién nacido, es la luz que ilumina, acompaña y sana.

Por eso me gusta diciembre, porque me trae la certeza de que Él ha llegado. La Navidad viene cada año para recordarnos que este nacimiento histórico es lo más relevante en la historia de una humanidad que atraviesa incertidumbres, dudas y temores. Él llega. Ha llegado y seguirá llegando. El Hijo de Dios es Aquel que tenía que llegar. No hay otro. No hay otro Mesías, no hay otro Salvador.

Me gusta diciembre porque tengo la certeza de que a Él nada de lo auténticamente humano le es ajeno; porque sé que nos acoge a cada uno de nosotros con un abrazo de misericordia que limpia nuestras debilidades y nos da fuerza para acompañar al que más lo necesita.

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