Estos días celebramos la Navidad. Es el nacimiento de un Dios que decide descolocarnos naciendo en un pesebre. Es la sencillez de María que es mujer valiente y decidida y es la confianza de José que se fía y da un paso de adelante. Es “la realidad por encima de la idea” de un Dios que no tiene miedo de bajar al barro, para así acariciar tantas realidades de nuestro mundo donde hace falta la fe, la esperanza y el amor, y donde reconociéndonos hijos de Dios, asumimos que, como humanidad entera, estamos llamados a formar una gran familia.

Pero la Fiesta de los Santos Inocentes no es casualidad. Tampoco es un relato que rompa la alegría de la Navidad sin mayores argumentos, ni es el humor barato ni la broma fácil. Vuelve a ser otra vez más la realidad que se impone, porque nuestra historia sigue orillando a tantos inocentes que no son aceptados por los suyos, porque les viene mal. Son los niños de Gaza y del Líbano, de Ucrania y de tantas guerras anónimas. Son los refugiados muertos en el mar y las vidas humanas abortadas en una fría sala de hospital. Es el niño que sufre bullying y el cristiano perseguido. Son los últimos de la Historia, que son ejecutados porque unos tiranos deciden en nombre de sus intereses -disfrazados de bonitos argumentos- que no tienen sitio en este mundo. Así de simple, así de cruel.

Que un Dios nazca en un pesebre, indica que hay sitio para “todos, todos y todos” en nuestro mundo, pese a que los que se creen los abanderados del pueblo, del poder, del dinero y de la libertad opinen lo contrario. Y es que la Navidad nos recuerda que todas las vidas cuentan, aunque a veces nos puedan incomodar, aunque a veces nos puedan descolocar y aunque a veces nos parezcan estorbar o llegar en un mal momento, como hizo el Niño Jesús, dicho sea de paso.

Somos lo que celebramos. Ojalá este tiempo seamos capaces de mirar a los inocentes de nuestro mundo a la cara, quizás por primera vez, y desearles más que nunca una feliz Navidad.

FOTO: DOAA ROUQA (REUTERS)

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