Una de las imágenes más evocadoras sobre la Iglesia y su misión es la de la barca. Los Padres refirieron a la Iglesia y su misión conocidas escenas de los Evangelios que hablan de llamada (Mc 1, 16-20), tempestad (Mc 4, 35-41), enseñanza (Lc 5, 1-3) y pesca abundante (Lc 5, 4-11): en las orillas del lago de Galilea comienza una travesía, en la que el Señor enseña, socorre en las tempestades y hace fecundo y abundante el esforzado bregar. Al entrar en la basílica de San Pedro en Roma, en su atrio, antes de traspasar la puerta de los Sacramentos, si volvemos la mirada hacia la plaza, descubriremos, sobre la cancela central, los restos del famoso mosaico de la navicella del Giotto, obra salvada de la anterior basílica medieval: los apóstoles en plena tempestad guardan el equilibrio en la frágil barca y observan cómo Cristo, caminando sobre las aguas, sostiene con su mano a Pedro para que no se hunda.
En estos momentos de la historia el Señor nos invita, «fatigados de remar con el viento contrario y tras el duro bregar» (cf. Mc 6, 47; Lc 5, 5), a remar hacia mar adentro y echar de nuevo las redes (Lc 5, 4): Duc in altum.
Sabemos que la «vocación» fundamental de todo barco es navegar y, por ello, sufrir el desgate propio del periplo marítimo. Atracar en puerto es la necesidad propia de una escala o de la reparación en los astilleros, o el refugio ocasional de un fuerte temporal; pero un barco reparado sabe que de nuevo regresa al desgaste de la navegación. Varado o parado no sirve; «enfermo» de sedentarismo o «anclado» en las seguridades se deteriora: es la vida que se pierde al conservarla. Aunque sea una travesía que nos provoque no pocos «mareos». Tal como nos dice el papa Francisco: «Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades».
Todos recordamos cómo nos alentaba san Juan Pablo II en su carta apostólica Novo millennio ineunte: «Duc in altum!” Esta palabra resuena también hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: ‘Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre’ (Hb 13, 8)». Se recogen aquí tres palabras que debemos convertir en actitudes indispensables: gratitud, pasión y confianza. Sólo así arribaremos a ese puerto y esa orilla en la que el Señor nos aguarda: eso sí, llegaremos un poco mareados, pero llegaremos.