Porque esta obra aúna en un estilo cercano y a la vez profundo las principales claves para entender cuál es el papel de un predicador y cómo debe ser una homilía. Y lo hace con un recorrido muy interesante que aúna varias disciplinas, géneros literarios, autores y perspectivas que tienen como centro la homilía.
Porque se trata de un libro que puede ayudarnos a entender que la homilía es mucho más que un discurso, puesto que se trata de un diálogo que implica a Dios con su pueblo por medio de la Sagrada Escritura, la oración, las palabras, los gestos, la entonación, las imágenes y los conceptos utilizados por el predicador.
Porque en este libro pueden encontrarse tanto las claves para realizar una buena homilía, como aquellas para descubrir que se trata de un discurso más humano que divino. Esto, no es nada fácil, puesto que en ocasiones valoramos una homilía solo si ha resultado entretenida, ha sido breve o ha tocado nuestra fibra más sensiblera… olvidando que el objetivo de la predicación no es tanto agradar al auditorio cuanto hacer que la Palabra de Dios se vuelva vida en su interior.
Porque es una obra que anima a la oración, a la formación, a la escucha (de Dios y de la asamblea y de Dios a través de la asamblea), a la imaginación, al dejar hablar a Dios y dejar que Dios hable a través de nosotros.
Y, por último, porque se trata de un libro pensado para hoy, que tiene en cuenta que “existe también en estos tiempos, en numerosas regiones del mundo, un cambio cultural de las exigencias circunstanciales de los fieles. En muchas zonas han terminado los tiempos en los que el predicador era la persona más culta y quizá también la más preparada espiritualmente. Una educación escolar y universitaria mucho más extendida, las exigencias más altas del mundo profesional, la difusión global de los mass media y de las redes sociales, han llevado a que los fieles sentados en el banco sepan más, incluso más que el predicador sobre variados temas teóricos y prácticos (…). Es una situación inédita y que debe llevar a los predicadores a crecer en humildad. Actualmente, no deberían, por tanto, enseñar cuando predican (como se debía hacer en la época de San Agustín), sino más bien despertar lo que ya saben para que lo pongan en práctica. El objetivo en la actualidad no es enseñar, sino evocar. Esta “urgencia de la predicación” se pone de relieve sobre un fondo de cambios culturales más grandes. Fortalecer la fe es un enorme desafío, pues la cultura occidental está azotada por fuertes vientos” (p.50).