Hacía falta, mucha falta, escribir una historia del cristianismo poniendo el acento en la palabra caridad. Es el patrimonio más rico que tiene la iglesia, su cara más amable y contagiosa. Juan María Laboa, un experimentado historiador, recorre todas las formas de organización que la caridad ha tomado en el seno eclesial a lo largo de los siglos: desde la compasión que mostrara Jesús, pasando por la muerte de los mártires, siguiendo por el monacato, deteniéndose en figuras como San Francisco u organizaciones como los hospitales, fraternidades, albergues…, hasta llegar a las más actuales como montes de piedad, cáritas, las comunidades de emaús o las hermanas de la caridad de la Madre Teresa de Calcuta. Y lo hace subrayando cómo a todas ellas les ha movido una y sola pretensión: hacer ver que la fe cristiana, al nacer del manantial inagotable de un Dios que nos quiere, no puede dejar nunca de dar frutos de amor y misericordia, tantos más cuanto más crítica sea la situación en la que viven los seres humanos.
“En realidad, la tentación más grave contra la caridad es la mediocridad. Por tibieza, sin frío ni caliente, por temor a perder lo que parece dar seguridad y confianza, se siente la necesidad de no exponerse, de no hacer el ridículo, de no ser conocidos en su realidad. Es la tentación de esconderse en el derecho, en las normas, en la tradición con el fin de librarnos de ser generosos, creativos, radicales, en la expresión de la fe. Con esta actitud, no somos capaces de afrontar radicalmente los problemas que nos atosigan…” (p. 115).