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Un relato que nos permite adentrarnos e imaginar lo que fue una de las mayores proezas de la evangelización en la edad moderna: las reducciones jesuíticas.

Para los que conozcan Trujillo y Zafra, en nada les parecerá extraño oír que La Tierra sin mal, ligera historia con las reducciones del Paraguay al fondo, comience en estas dos ciudades extremeñas. De allí son, precisamente, los protagonistas antagónicos de la novela: el joven jesuita Enrique Madrigal y el gamberrete hijo menor de un hidalgo de la época, Tomás Llera. Construida sobre las peripecias y trabajos del viaje de estos dos personajes hacia las Indias, la alternancia de capítulos dedicados a cada uno de los protagonistas ofrece al autor la posibilidad de enfrentar dos concepciones sobre el significado de la “conquista” de los territorios de América: para unos, la oportunidad de hacer real la utopía de la justicia que nace del Reino de Dios, mientras que para otros, “la bicoca”, el lugar para escapar del anquilosado y estratificado viejo mundo, lleno de gangas ventajosas para hacerse rico a la primera de cambio. Y todo este drama tendrá como escenario la Sevilla del s. XVI, el Madrid de la Corte, la Salamanca universitaria, los puertos de las Islas Afortunadas, las exóticas costas de Bahía, Río de Janeiro y Sâo Paulo y las salvajes orillas del Guairá, donde se establecieron algunas de las misiones jesuíticas en Paraguay.

Que no te asusten las páginas. Algunos, exageradamente, han calificado de “cervantino” el estilo de Sánchez Adalid, que ya arrebató al público lector con El Mozárabe. Sin llegar a tanto, es una obra que se lee de corrido y con ganas, “te engancha”. Eso sí, a algunos que busquen mucha información sobre las reducciones les puede defraudar un poco. El autor ha planteado el problema, el desenlace, trágico, ya lo conocemos.

 “San Lúcar de Barrameda, 14 de agosto de 1617. 

-¡Los galeones!¡La flota de Indias!-se oyó gritar a un muchacho en la calle.

A esa hora, recién amanecido, en la posada de Burcio empezaba a reinar el ajetreo de mozos que iban arriba y abajo por los amplios patios interiores, recorriendo las galerías camino de las cocinas para aviar la comida a sus amos o en busca de las cuadras para ocuparse de sus caballos. Algunos vivales se habían colado ya con sus bandejas repletas de dulces y el aroma aceitoso de los churros comenzaba a impregnar el ambiente, así como el alcohólico vaho del aguardiente y el vino oloroso que los cuerpos de los borrachos emitían tras la sudorosa noche pasada.

-¡Los galeones!¡La flota!¡La flota de Indias!-repitió la voz desgañitándose afuera en la calle.”

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Editorial

Ediciones B / Grupo Z

Año de publicación

2003

Páginas

559

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