Honesto y comprensivo con todos, sin embargo, hubo de pelear con los demonios interiores de su inseguridad y ansiedad. De ello da cuenta esta biografía que descubre su enorme talla de escritor y orador sin ocultar, al mismo tiempo, la profunda inquietud en la que vivió. Poseía una inmensa capacidad de absorberlo todo: su parroquia era el mundo; vivía con los discapacitados de la Comunidad del Arca y era titular de cátedra en Yale y Harvard; recorría el planeta dando conferencias y se sentía como en casa cuando pisaba las calles del Tercer Mundo. En Gracias, su Diario latinoamericano, escribió: «mirando las ajetreadas calles de Lima, sentí la emoción del regreso al hogar, éste es el lugar al que pertenezco».
Henri horadaba la superficie de las cosas porque casi todo le remitía al misterio. De ahí que el arte, que tantas veces ha sido expresión de la búsqueda interior, le sirviera para hablar de espiritualidad. No es una casualidad que la portada de este libro se ilustre con la imagen de una hermosa y violenta pintura de Vincent Van Gogh, holandés como Henri Nouwen. Les unía una misma herida: el éxtasis de la luz y la agonía de las sombras, los atisbos del más allá y las experiencias del dolor y la desesperación: «El Dios de Van Gogh, tan real, tan directo, tan visible en la naturaleza y en las personas, tan intensamente compasivo, tan débil y vulnerable y tan radicalmente amante, era un Dios del que todos queríamos estar cerca», decía a sus alumnos.
Los últimos pasos de la vida de Henri Nouwen también estuvieron unidos al arte, pues murió cuando se dirigía al Museo del Hermitage, en San Petersburgo, Rusia, para filmar un documental sobre uno de los cuadros más famosos de aquella pinacoteca: El regreso del hijo pródigo, de Rembrandt. Su tumba está enmarcada por unos girasoles.