Los libros que tratan sobre la amistad tienen siempre algo especial, puesto que, no sólo nos hacen conocer a otras personas, sino que también nos ayudan a reconocer experiencias semejantes de amistad y a dar gracias a Dios por ellas. En en este caso, se trata de un sencillo escrito en el que un amigo: Armando Jesús Lovera Vásquez, nos presenta a su gran amigo Robert Prevost, al que ahora tiene que dirigirse con otro nombre: León. Como buen amigo, Armando Jesús nos descubre aspectos que los periodistas o la investigación desconocen, puesto que tienen sus raíces en las charlas y experiencias gratuitas de la amistad. Uno de ellos es el porqué de este nombre:
A los cardenales dijiste que habías elegido el nombre de León por varias razones, pero la principal es porque el papa León XIII afrontó la cuestión social con la Rerum novarum. ¿Tienen esas varias razones algo que ver con que León XIII fuese muy cercano a los agustinos, con su devoción a la Virgen del Buen Consejo, con su ardor misionero al promover las prefecturas apostólicas en la selva del Perú y con su cuidado hacia la Iglesia de los Estados Unidos? Esas también eran las varias razones, me respondió. p. 90
De un modo semejante, el autor va trazando un retrato de su amigo, en el que se entrevén la emoción y la perplejidad al constatar que es el actual Pontífice. Sus orígenes, su contexto familiar, su vocación agustiniana y misionera, su modo de entender el mundo, su cercanía en las relaciones, todo ello impregnado, por supuesto, por un gran amor y una enorme confianza en Dios. Como digo, lo bonito y curioso es que lo hace no desde la perspectiva de quien quiere escribir una gran biografía o una obra literaria, sino más bien desde la de quien trata de presentar a los demás a un gran amigo, para transmitir confianza, como podemos ver en sencillas y profundas anécdotas como ésta:
El calendario litúrgico marcaba la memoria de Marta, María y Lázaro, amigos de Jesús. El Evangelio nos devolvía a Betania: Marta atareada, sirviendo sin descanso; María sentada a los pies del Maestro, escuchando en silencio. Dos gestos distintos. Una misma amistad. Ese día lo celebrábamos en una capilla pequeña, desnuda de adornos. Apenas dos asistentes. Y sin embargo, oraba la Iglesia entera. El contraste me sobrecogía: la sencillez mínima de la escena y, al mismo tiempo, la hondura universal del acto. Había visto a Roberto en muchas circunstancias, pero todavía me cuesta acostumbrarme a esta. Su ministerio me impone: pastor de la Iglesia universal y, al mismo tiempo, el amigo de siempre. Di gracias a Dios. Por él, por la Iglesia, por la orden de los agustinos, por la misión que nos ha confiado, y por el gran regalo de la amistad. Y oré: que no dejara nunca de ser el amigo cercano, el que muestra al mundo el amigo que nunca falla: Jesús. pp. 157-158

