Creo que ahí está la aportación de este libro. De forma breve, amena y concisa su autor nos pasea por la vasta memoria del cristianismo, parando en los puntos cruciales de esa larga marcha, para confirmarnos dos cosas: 1ª. Que nuestra religión está preñada de futuro, más allá de nuestros errores o aciertos a la hora de testimoniarla, por el Dios que la anima y acompaña. 2ª. Que nuestra misión como iglesia y como cristianos consiste en seguir rastreando, aprendiendo de nuestra historia y de ese Dios que camina por delante, lo específico de la aportación que, desde lo que somos, debemos hacer a nuestro mundo.
“…La finalidad de la fe no es convertir el mundo en un lugar soñado de justicia y no-violencia, aunque pueda contribuir a ello. Su finalidad es introducir a los hombres mediante el don del Espíritu Santo, en el intercambio vital de Dios. Si la fe produce efectos benéficos para este mundo, los obtiene como <>. De ahí que corresponda al creyente manifestar, a la vez, el desinterés político (los que viven la fe no pretenden por ello administrar el mundo) y la eficacia social (el modo de vida que suscita la fe no deja de tener consecuencias sobre la marcha del mundo)”.