Lo escribió en 1999 previendo su fin, no esperaba el regalo de estos diez últimos años. Releer de nuevo el relato de su vida y sus palabras finales, ese “pacto entre derrotados”, me ha conmocionado, especialmente, por el derrotero de lucha, de esperanza y de utopía que respira en estos últimos meses nuestro mundo. Fueron muchos los tumbos que su vida dio hasta acabar en ese difícil e ingrato papel de “vigía” y “profeta” de la humanidad. Vigía y profeta, porque vio más lejos, porque hizo de su vida una cruzada contra la injusticia, porque todos los derrotados de este mundo encontraron en su palabra y escritura el altavoz para que se oyera su opresión y el abogado de su causa y, finalmente, porque dejó alumbrado el camino del cambio, para generaciones futuras, especialmente para los jóvenes, a los que va dedicado y dirigido este libro.
“Sí, muchachos, la vida del mundo hay que tomarla como la tarea propia y salir a defenderla. Es nuestra misión. No cabe pensar que los gobiernos se van a ocupar. Los gobiernos han olvidado, casi podría decirse que en el mundo entero, que su fin es promover el bien común. La solidaridad adquiere entonces un lugar decisivo en este mundo acéfalo que excluye a los diferentes. Cuando nos hagamos responsables del dolor del otro, nuestro compromiso nos dará un sentido que nos colocará por encima de la fatalidad de la historia. Pero antes habremos de aceptar que hemos fracasado. De lo contrario volveremos a ser arrastrados por los profetas de la televisión, por los que buscan la salvación en la panacea del hiperdesarrollo. El consumo no es un sustituto del paraíso”.