Puede ser uno de los mejores libros que podemos tener ahí, para este verano que se acerca. Henry Marsh cayó en la medicina por casualidad, pues su orientación era filosófica y política. Empezando desde abajo en su profesión, como celador, llega a ser uno de los neurocirujanos más reconocidos en Reino Unido. Es un libro que sobrecoge en cada una de sus páginas: por ser un viaje fascinante, a través de su microscopio quirúrgico a una de las regiones más minúsculas y desconocidas del ser humano, el cerebro; sobrecoge por asomarnos con lenguaje sencillo y gráfico al sancta sanctorum del quirófano de un hospital; sobrecoge por ser un manual práctico de cómo acompañar el dolor de los demás; por desmitificar ese poder sagrado de la ciencia como algo infalible, por el compromiso del autor, poniendo su profesionalidad al servicio de los más pobres en países como Ucrania, Kurdistan, Nepal, Albania. Y sobre todo, por ser las confesiones desnudas de un hombre que muchos días de su vida ha tenido que tomar decisiones sobre la vida de los demás. Siempre con la intención de no hacer daño, pero, a veces, equivocándose y reconociendo que su mala decisión pueda haber costado alguna vida.
«Ahora que me acerco al final de mi carrera, esa distancia ha empezado a desdibujarse. Tengo menos miedo al fracaso: he llegado a aceptarlo y a sentirme menos amenazado por él, y confío en haber aprendido algo de los errores del pasado, de modo que puedo arriesgarme a ser un poco menos objetivo. Además, cuanto mayor me hago, menos capaz me siento de negar que estoy hecho de la misma carne y de la misma sangre que mis pacientes, y que soy igual de vulnerable que ellos. Así que ahora puedo volver a sentir lástima por ellos, una lástima más profunda que la que sentí en el pasado, cuando empezaba. Sé que también yo, tarde o temprano, acabaré postrado en una cama en una abarrotada sala de hospital, temiendo por mi vida, como hoy lo hacen ellos».