El cuerpo humano tiene millones de receptores táctiles: terminaciones nerviosas que convierten lo que sentimos del exterior —temperatura, presión, textura…— en información, siempre que el cerebro la procese. Ese órgano, si no lo ejercitamos, no puede desplegar todo su potencial.
Cuanto más nos exponemos a sensaciones nuevas, más conexiones neuronales creamos. Así, el cerebro aprende a reconocer, asimilar, procesar y gestionar lo que sentimos. Podemos pensar entonces que cuanto más sentimos, más somos capaces de sentir. Siempre que estemos dispuestos a exponernos, claro, porque entre esos receptores también están los del dolor.
Dejarse tocar —literal y figuradamente— implica reconocer que la realidad puede ser áspera, fría, intensa… y que puede doler. Crear espacio para el encuentro con lo desconocido no sale gratis. Nuestro cerebro podrá, o no, asimilar lo percibido, y tendrá que lidiar con ello. Todo esto, si seguimos abiertos, libres, a exponer nuestro cuerpo a nuevas sensaciones.
Un buen amigo jesuita decía —imagino que parafraseando a alguien— que la distancia más larga que podemos recorrer es la que existe entre el cerebro y el corazón. La invitación de Jesús es a emprender ese camino, especialmente cuando la realidad pique, queme o nos haga apartar la mano. Porque si logramos llegar al corazón, descubrimos que allí está la llamada a una existencia despojada, libre para tocar y dejarse tocar. Sabiéndose conectado, no solo a uno mismo, sino a Aquel por quien merece la pena sentir todo lo que ocurre en este mundo. Simplemente porque Él nos tocó primero.