Han pasado ya varios días desde la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, y todavía se sigue hablando del tema. Y no por el final sublime con Nadal, el encendido del pebetero y Celine Dion de por medio. Tampoco por la costosa, novedosa y arriesgada infraestructura frente al infortunio del clima. Más bien por el derroche de ideología que se mostró -y que logró ocultar gran parte del buen gusto y finura que caracteriza cualquier evento en París- y por la errada performance con alusiones a la Última Cena de la que habla todo el mundo, y donde muchos telespectadores fruncimos el ceño, por no decir que muchos nos sentimos ofendidos a lo largo y ancho del planeta.

Para los cristianos es agotador que para arañar unos segundos de fama se utilice nuestros símbolos de aquella manera. Que para que alguien se autoproclame revolucionario tenga que despreciarnos. Que se juegue con la ambigüedad constantemente, ahora aduciendo que se refería al festín de los dioses, cuando en comunicación sabemos que el emisor también es responsable de la buena recepción del mensaje. Que algo tan serio como la sexualidad se banalice de esta forma -sabiendo que se puede causar mucho dolor, y que se puede escandalizar con ello a otras sensibilidades-. Que la diversidad solo se circunscriba a lo mismo, olvidado que hay también diversidad religiosa, cultural y de distintas capacidades entre otras, y que nunca son representadas ni respetadas, porque sencillamente no venden tanto. Que la belleza de una celebración de este calibre pase a un segundo lugar. Que en vez de concordia se busque provocar. Que se soslaye la dimensión espiritual que hace grande al deporte. Que se comprenda de forma tan pobre algo tan valioso, bueno y necesario como es la libertad.

Desde hace siglos, son muchos los autores que han utilizado la Última Cena como inspiración, algunos consagrándose en la historia y otros pasando a la frialdad del olvido. Eso es bueno y denota cómo la fe toca la esencia del ser humano y que revela un mensaje tan bello como profundo. Sin embargo, frente a la provocación constante, conviene no olvidar que en esa mesa, el Hijo de Dios -al que horas después también despreciarían sus contemporáneos – sellaría que el servicio a todos y la fraternidad es una máxima irrenunciable del ser humano, por encima de identidades y de ideologías. Y por qué no, quizás merece recordar cómo cultura y como sociedad el hito que supuso la Última Cena como espacio de amor y de acogida, tanto es así que a Judas, el más traidor de los traidores, también se le invitó a cenar. Y esto, por mucho baile y provocación que haya, sigue siendo tan revolucionario como contracultural, incluso 2000 años después.

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