La noticia aparecía recientemente en la prensa. En Itápolis, un estado de Sao Paulo, iban desapareciendo libros de la biblioteca. Hasta que la policía descubrió a un adolescente que los robaba. De esta y las otras bibliotecas públicas. Y los tenía en su casa. 384 libros. Ordenados y cuidados. Y leídos. Por una mezcla de afán de conocer, una peculiar introversión volcada en los libros, y pasión por formarse. Por una desesperada necesidad de poseerlos. Por la pobreza. «Por no estar en la calle», declaró su hermana. «Iba a devolverlos algún día» –dijo él–. Puestos a analizar, seguro que se pueden poner muchos peros. Insistir en que los libros están mejor en las bibliotecas, al alcance de todos (también de este muchacho) que encerrados en una sola habitación, y hasta habrá algún cínico –siempre los hay– que arrugue la nariz y diga: «Ya sería para venderlos». Y sí, sí, ya sé que está mal robar, sobre todo para los pobres que no tienen quien explique que lo suyo era otra cosa…

Pero, por un instante, también podemos creer. En la locura de un chaval que eligió leer, soñar, viajar con la imaginación, volar por este mundo que probablemente le estaba vedado de otros modos. En la pasión con que habrá saboreado las palabras, acariciado las hojas que le hayan acompañado durante horas interminables de lectura. Podemos imaginar sus ojos brillantes al descubrir algo nuevo, al intuir otros escenarios, otros personajes, otras vidas. Yo conozco tanta gente que, con displicencia llena de posibilidades, repite «yo es que paso de leer», que este ladrón de libros me parece más merecedor de aplauso y aliento que de condena. Y le agradezco a ese crío recordarnos que también la palabra es un lujo. Y la lectura, un privilegio. Y la imaginación, un milagro.

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