Una de las cosas que más me inquietaba de entrar a formar parte de una comunidad de vida contemplativa era saber qué relación se suponía que debía mantener con el móvil. Por un lado, mi sentido común me decía que era necesario un corte, una separación entre mi vida de antes y la nueva vida que acogía. Sin embargo, ese mismo sentido común también me susurraba al oído que quitarme WhatsApp de la noche a la mañana era demasiado radical. Desaparecer repentinamente me parecía muy injusto para la gente que me quiere y a la que le cuesta todavía aceptar mi vocación.

Finalmente resolví que me quitaría WhatsApp cuando hubieran pasado los primeros días en el convento y las aguas se hubieran calmado un poco entre mi familia y amigos. Mantendría el teléfono exclusivamente para poder llamar y que me llamaran.

Al principio no fue fácil. La primera semana sin WhatsApp tienes la sensación de haber sido absorbida por un agujero negro que te ha hecho desaparecer del planeta. Supones que el mundo a tu alrededor seguirá girando, pero tú ya no formas parte de él porque no hay sticker ni meme que confirme que sigues viva.

Los días pasan y te vas acostumbrando a un ritmo diferente que no va a golpe de clic. De pronto descubres que WhatsApp te aportaba inmediatez, pero no calidad. Te das cuenta de que mucha gente es sólo eso: gente. Con la que te intercambias un par de mensajes y unas cuantas fotos, pero a la que jamás llamarías a preguntar qué tal está. Redescubres el valor de las llamadas telefónicas especiales; vuelves a las notitas de papel para dejar recados; a la memoria fotográfica (¡cuánto la sustituimos por fotos!); a la concentración (¡qué placer estar leyendo un libro sin mirar el móvil por el rabillo del ojo…!).

La vida sin WhatsApp cambia mucho más de lo que nos podríamos imaginar. Fuera, en el mundanal mundo, es muy difícil vivir sin WhatsApp. Dentro de los monasterios también es cada vez más complicado huir de las tecnologías, pero todavía son espacios en los que se puede vivir a otro ritmo.

Pero, vamos, que no hace falta irse a un monasterio para plantearse el uso que hace uno del móvil…

 

 

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