Es una promesa, pero también es una realidad. Jesús resucitó, y esta es la clave de bóveda en nuestra fe y en nuestra historia. Y con este acontecimiento se abre la puerta de lo imposible para que también nosotros podamos resucitar el día de mañana. Y la resurrección no es volver a la vida como si nada hubiera pasado, tampoco lo es como si estuviéramos reanimados a base de adrenalina y fuésemos zombis. La resurrección implica la muerte previa, y por consiguiente todo su dolor. Jesús resucitó a los tres días con todas las cicatrices.

Aunque se ha hablado mucho, la resurrección no es solo algo de nuestro alma, como en ocasiones se suele pensar. Quizás este planteamiento es consecuencia de una visión pesimista del cuerpo, que eleva lo espiritual y desprecia lo sensible. No seremos fantasmas, sino que resucitaremos con nuestro cuerpo glorioso, cerca de Dios y ya distintos, pero sin perder nuestra propia identidad. Quedarán las cicatrices, pero resucitaremos en cuerpo y alma, porque el uno sin el otro no tienen sentido. Volveremos a la Vida, pues es la promesa más clara de que Dios no nos abandona.

Creer en la resurrección es creer en un Dios de la vida, que considera que la muerte no tiene la última palabra. Porque también en nuestra historia hay pequeñas muertes, enfermedades, fracasos, decepciones o sufrimientos propios y ajenos que nos quitan la vida. Pues bien, para Dios siempre hay una puerta abierta a la vida, y para hacer que esas pequeñas muertes queden superadas por la esperanza. Seguramente nos cueste verlo, pero el mundo está lleno de pequeñas historias de resurrección que demuestran que Dios hace milagros donde nosotros solo vemos dolor y sufrimiento.

Resucitar es una promesa y una realidad para los cristianos de que el dolor, la muerte y el sufrimiento no tendrán la última palabra. Y será ahí, cuando por fin se haga justicia a tantas personas que se fueron antes de tiempo víctimas del pecado y de la injusticia de los hombres.

Descubre la serie Credo

Te puede interesar