Nos atrevemos a decir que el cristianismo es la religión de la pregunta. Así lo encontramos en la Escritura, desde Yahvé que interpela al hombre en el libro del Génesis, pues se le ha hecho huidizo: «¿Dónde estás, Adán?», hasta el momento de la muerte de Jesús en la cruz, descrita en los evangelios, cuando exclama con fuerte voz: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?». Y en medio de toda esa historia escrita descubrimos una multitud de preguntas al hombre, a la mujer, a la comunidad, a los amigos, a Dios: «¿Cómo será esto posible si no conozco varón?», «¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?», «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?», «¿También vosotros queréis marcharos?».

En la historia de la espiritualidad cristiana también encontramos bellas y oportunas preguntas, formuladas por personajes de fe que buscan relacionarse con el Dios-con-nosotros. De este modo, tenemos a santa Teresa de Jesús que dice: «¿Qué queréis, Señor, hacer de mí?»; a san Juan de la Cruz, que poéticamente pregunta: «¿A dónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido?»; y a san Ignacio de Loyola, que interpela al que realiza los Ejercicios Espirituales para que se pregunte delante de Jesús crucificado: «¿Qué he hecho por Cristo?, ¿Qué hago por Cristo?, ¿Qué de he de hacer por Cristo?».

Una pregunta en sí misma ya es valiosa, aunque aún no le hayamos encontrado solución. La pregunta nos anima a mantener una actitud de apertura para poder responder con lo que tengamos en manos; también, nos coloca delante de la sorpresa de lo novedoso en la respuesta que demos. Así mismo, una pregunta nos muestra nuestra propia vulnerabilidad, al no saber responder o al responder erradamente, pero con la consabida posibilidad de volver una y otra vez hasta dar con una respuesta satisfactoria. Una pregunta, finalmente, nos ayuda a crecer, a colocar lo mejor de nosotros en esa posible solución que ofrezcamos.

Fijémonos en las elecciones importantes de nuestra vida, esas que demandan seriedad y compromiso, y nos daremos cuenta que éstas están precedidas por una pregunta. La joven que está a punto de terminar su carrera se plantea: Con esto que he estudiado, ¿cómo puedo servir a las personas para mejorar la sociedad en la que vivo?; el padre de familia dice: ¿Será tiempo que confíe en lo que he enseñado a mis hijos para que ellos decidan por sí solos?; el joven generoso quiere responder: ¿El Señor me llama a servirle consagrando mi vida a Él?

Una pregunta, podemos concluir, nos interpela, como la pregunta de Yahvé a Caín: «¿Dónde está tu hermano?» o la pregunta de Jesús Resucitado a sus amigos: «¿Habéis pescado algo?». Al interpelarnos, la pregunta nos obliga a modificar actitudes y acciones para dar cabida a lo nuevo, a lo real, a lo diferente. De la misma manera, el cristianismo, al ser la religión de la pregunta, es interpelante porque Cristo nos interpela: «¿Cuándo te vimos hambriento o sediento o enfermo o forastero?». ¿Estaremos preparados para responder a esa pregunta?

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