Además de mis clases, mi trabajo como jesuita en un colegio tiene mucho de presencia, de ser levadura en la masa.
Por ello, muchas veces dedico mis horas libres a pasear por los pasillos, hablar con los castigados y entrar en algunas aulas en las que están dando clase. Allí siempre hay oportunidad de una acción pastoral formal e informal.
En ocasiones asumo el riesgo de abrir puertas en las que no se me espera, porque no conozco tanto a los profesores, simplemente para saludar.
Haciendo esto, me doy cuenta de que el modo que Dios tiene de entrar en nuestro mundo y en nuestras vidas es parecido. Dios entra muchas veces en aquellas almas que están abiertas, o esperan su presencia. Y allí, realiza grandes frutos. Pero también asume el riesgo de colarse en las vidas de aquellos que no le conocen o no esperan su visita: por sorpresa, aprovechando un acontecimiento de la vida, tocando a la puerta, o simplemente presentándose dentro. Es algo que vemos constantemente en nuestro mundo.
Nuestro reto como cristianos es el de asegurarnos que la puerta de nuestra vida esté siempre abierta a su llegada, dispuesta para acoger su visita y para sacar el mayor fruto de ella. Y también el de ayudar a que aquellos que no le esperan, puedan reconocerle y acogerle si se presenta de improviso, dispuesto a bendecir su vida.