No es casualidad que el bien y el mal siempre se imaginen unidos, que ángeles y demonios vayan de la mano, que no concibamos el blanco sin el negro o que el yin-yang sea símbolo clave de la filosofía oriental. ¿Has conocido alguna vez a algún creativo que no sea desordenado? ¿O algún buen organizador que no sea un poco “cuadriculado”? No sé… piensa a ver, alguien muy simpático y comunicativo que no tenga algún problema para escuchar, o alguien que tenga el don de saber hacer de todo que no sea un poco “acelerado»… Si es que es así, los seres humanos estamos llenos de tensiones, y en esta dialéctica nos hacemos y crecemos.
No existe aspecto de nuestra persona que no tenga “pros” y “contras”, no hay luz que no proyecte sombras… Y es que así somos, geniales y con deficiencias, brillantes y con enormes lagunas. Y no digo que no haya muchas cosas en nosotros que podemos cambiar, pulir o mejorar… pero tenemos que evitar esas concepciones ideales del hombre o la mujer que desechan lo “oscuro” como si sólo hubiera luz, que niegan lo que no gusta como si sólo existieran virtudes. Muchos de los aspectos que a veces intentamos cambiar, rechazar u ocultar, son parte intrínseca de nuestra persona y no pueden ser cambiados sin perjuicio de la otra cara de la misma moneda, con la que seguramente estamos contentos o hasta orgullosos. No hay virtud que no vaya acompañada de su defecto, y sobre todo no hay defecto que no pueda ser vivido en su potencialidad positiva.
Y es que las cosas no son blancas ni negras, ¡que no!, ¡que la vida no es así!… Por ello propongo que dejemos el blanco y negro para las películas antiguas y mientras tanto disfrutemos de una amplísima y preciosa gama de grises, no tan efectivos, pero mucho más reales.