Este curso he cambiado de destino, empiezo estudios de filosofía. Grecia, Homero… Todavía nos queda para llegar a Platón, que si todo va bien (crucemos los dedos) llegará en la segunda mitad de octubre. El jueves, en la primera clase, abordamos La Ilíada y el profesor nos explicó el concepto de «moira», que viene a significar la parte de un botín y en un sentido más abierto, el destino del ser humano, lo que le ha tocado en esta vida. Un compañero, quizás dificultado por las mascarillas, entendió Moria y preguntó si el nombre de esta ciudad de la isla de Lesbos tenía alguna relación con lo que estábamos hablando.
No es difícil esa confusión, a fin de cuentas, es solo un baile de letra. Y Moria es una ciudad que hemos ido situando en el mapa, por desgracia, a causa de la tragedia de los refugiados en el Mediterráneo oriental, y particularmente en la isla de Lesbos, donde radica esa ciudad griega.
Reflexionando un poco parece que esta confusión, simplemente disléxica, de mi compañero de clase se nos ha instalado definitivamente en nuestro modo de afrontar la tragedia humana que vivimos en nuestras costas. De algún modo hemos asumido que vivir en un campo de refugiados insalubre y falto de todo es lo que les toca, es su «moira». Ya hemos dejado de indignarnos (¿llegamos a hacerlo de verdad alguna vez?) y asumimos que si se lanzan al mar en busca de un mundo mejor su lugar no puede ser otro que un campo de refugiados, asumiendo esas incomodidades. No podemos ofrecerles nada mejor, es la parte que les toca de nuestro mundo: tiendas de campaña, agua de difícil acceso, comida repartida y educación y sanidad de guerra.
Por eso ahora, cuando ha ardido el campo de Moria, las imágenes de incendios que no dejamos de ver son las de California. Porque lo realmente extraordinario está en la brutalidad de las llamas en donde no nos la esperamos. No en un campo de refugiados donde sabíamos que tarde o temprano acabaría pasando, dadas las malas medidas de seguridad. Era parte de su destino, fatal, sí, pero no sorprendente.
Nos impresiona la gente huyendo en San Francisco. Pero no la que acampa en las carreteras de Lesbos, ya llevamos mucho tiempo viéndola en situaciones parecidas. Porque un refugiado, en la definición clásica del derecho internacional, es «alguien que huye». Así que es lo que les toca en una vida que deploramos, pero que no nos moviliza.
El objetivo de estas palabras no va para que te sientas mal, para que volvamos a caer en el maniqueísmo de que la tragedia de Lesbos es más importante que la de San Francisco. Ambas son tragedias y el dolor no se mide. Pero ojalá nos hagamos más conscientes de aquello que tenemos asumido, que damos por supuesto, que nos parece inabordable porque parece trazado por un destino divino que no podemos revertir. Ojalá asumamos que siempre podemos replantearnos nuestra visión de las cosas y el botín está todavía por repartir porque la concepción de «moira» como destino inapelable ya la superamos hace tiempo.