Hace justo un año la polaca Olga Tokarczuk, en su discurso para recoger su Nobel de literatura, comenzaba recordando la primera fotografía de la que fue consciente. Una imagen en blanco y negro de su madre, posando embarazada ante una vieja radio en su casa, pero con un semblante melancólico, enigmático, que a Olga ya de niña la brindó, quizás, su primera experiencia de profundidad y de sentido. Ella estaba segura de que su madre la estaba buscado en el tiempo, escondida en el dial de ese viejo aparato. «Cuando más tarde le pregunté acerca de esa tristeza, mi madre dijo que estaba triste porque yo aún no había nacido, pero ya me extrañaba». Y así, su madre, le dio la certeza a Olga de lo que se conoce como alma. «Ella colocó mi existencia fuera del tiempo, en la dulce vecindad de la eternidad».
Desde pequeño reconozco que es la mirada lo primero a donde van mis ojos cuando contemplo a María. La primera vez que se clavó su mirada fue cuando vi en la Virgen de los Remedios de mi pueblo, Colmenar Viejo, una vieja talla de rostro castellano, la misma mirada de mi madre. No soy un especialista en arte, pero desde entonces sé, por sus ojos, si la imagen tiene algún valor, si ella es también madre para aquel que la retrató. La mirada de María atraviesa si alguna vez hemos sentido amor. Más aún, si ese amor ha venido de Jesús. Hay algo que uno va descubriendo: si María mira así es porque fue mirada por Dios, con profundo amor.
María ya extrañaba a Jesús desde el mismo día que se encontró con el ángel. Hay algo eterno, y a la vez tierno, en contemplar a una joven, en una casa de adobe, entrando en las honduras del tiempo, en el callado transcurrir de la historia mientras mira, y acaricia, el vientre donde ya crece su fruto, donde ya toma carne la esperanza del mundo: su hijo, su Hijo. Hay algo muy humano en su acoger, en su esperar. Hay algo muy divino en su amar, en su mirar.