Ha sido casi imposible no verlo. A todos nos ha saltado en nuestras redes la imagen de ese chico desesperado, corriendo por la playa, tras ver en una pantalla gigante cómo su novia se acostaba con otro. Lo de menos ahora es si los sentimientos de desesperación son de verdad o si se trata de una ficción que responde a un guion televisivo para captar a la audiencia. La pregunta que debemos hacernos es en qué tipo de sociedad nos estamos convirtiendo cuando hemos hecho de las infidelidades entre parejas de novios un espectáculo de masas.
Se banaliza, así, el amor entre dos personas que inician una relación de forma sincera, compartiendo no solo aficiones sino también valores, vislumbrando un horizonte en el que esa relación pueda llegar a convertirse en un compromiso más duradero. Se excluye implícitamente que el amor pueda ser lo suficientemente fuerte como para luchar contra las muchas dificultades y “tentaciones” que van surgiendo a lo largo de la vida de una pareja.
Y créanme que las verdaderas ”tentaciones” que pueden quebrar un amor que se ha prometido fidelidad no son estos chicos musculosos que parecen vivir dentro de un gimnasio las 24h ni tampoco esas chicas perfectas que, como decía un humorista hace unos días, llevan más operaciones encima que el cirujano jefe de La Paz. No, las dificultades reales de una pareja son de otro tipo. Tienen mucho más que ver con las crisis personales que pueda tener uno de los miembros de la pareja, con momentos de mucha tristeza por la pérdida de los padres o de los hijos, con la desesperación que emerge de una situación laboral complicada o de problemas económicos que no se resuelven, con las dificultades para saber afrontar la enfermedad o para vivir con alegría y esperanza la rutina, sin que el diálogo entre los dos se reduzca a la gestión del día a día y la familia se convierta en una empresa de logística.
Frente a la banalidad de estos realities, los cristianos apostamos por la fuerza del amor profundo, por los novios que, tras un proceso de discernimiento, deciden unirse en matrimonio, por las parejas que rezan juntas para superar las muchas dificultades de la vida y que saben perdonarse, por quienes convierten su relación amorosa en una relación fructífera, no solo por la bendición de los hijos, sino porque, amándose el uno al otro, irradian amor en sus entornos familiares, laborales, comunitarios y se convierten en reflejo del amor que Dios tiene a su Iglesia.