El pasado martes, el ejército sirio del régimen de Bachar El Asad perpetraba un ataque químico sobre población civil dejando más de ochenta fallecidos -entre ellos, treinta menores- y más de quinientos afectados. El gas sarín utilizado, cuya producción es ilegal a nivel mundial, está catalogado por las Naciones Unidas como arma de destrucción masiva y su uso, como crimen de guerra.
Algo se remueve tras la lectura de la noticia. Muchos recordamos otro ataque similar hace unos años, en el mismo conflicto, y sentimos impotencia, congoja por el esperpento en el que es capaz de convertirse el ser humano, por el horror de la injusticia impune.
Incluso en las guerras hay límites. También en las contiendas hay reglas. No todo es válido. Pero, ¿a quién cabe la condena de estos ataques? ¿Cómo iniciar el proceso que lleve a los autores ante la justicia? ¿Quién toma la palabra cuando las normas se incumplen? ¿Quién pone freno al sinsentido?

Frente a este tipo de ataques y la falta de contundencia de la respuesta de la llamada comunidad internacional, cabe la posibilidad de la desesperanza e incluso, de la indolencia. Es cierto que formamos parte un sistema internacional jerárquico pero eso ni puede ni debe enmudecernos. La respuesta a las preguntas planteadas no hay que buscarla solamente en organismos internacionales, sino también en nosotros mismos. Que, al final, esas estructuras nos representan y su silencio es el nuestro.

Que el desaliento de la injusticia no lleve a la apatía. Hagámonos conscientes de que, en palabras del Papa Francisco, “la injusticia no es invencible”, y seamos nosotros quienes comencemos a condenar el ataque en nuestros círculos y nuestras redes sociales; a exigir responsabilidades y posicionamientos a nuestros gobiernos a través de la participación ciudadana; a salir a la calle y manifestarnos clamando justicia; a actuar, apoyando organizaciones que defienden a la población en la zona; a alzar la voz y a reclamar el fin de éste y todos los sinsentidos de la guerra, allá donde suceda.