Vivimos tiempos en los que, con demasiada frecuencia, los compromisos personales e institucionales solo valen lo que vale el emocionante instante de verse a uno mismo comprometiéndose, ante testigos cargados de admiración y afecto pero sin caer en la cuenta de lo que ello implica, ni tan siquiera a medio plazo; tiempos en los que prima el derecho a cambiar de opinión, al hilo de las circunstancias o los propios sentimientos, por encima de cualquier otra consideración que implique a otros; tiempos en los que lo políticamente correcto es afirmar que uno tiene ese derecho y que no pasa nada. Una verdad a medias que hace urgente aprender a distinguir entre el legítimo derecho a evolucionar del mero vivir egocéntricamente, en una sucesión de pseudodecisiones que generan expectativas y las defraudan sin considerar las consecuencias, tanto para uno mismo como para los demás; más urgente, si cabe, cuando uno se autodefine como seguidor de Jesús de Nazaret.
Siempre se ha dicho que una persona vale lo que valen sus promesas. No hace mucho que nuestros abuelos se fiaban tanto de la palabra dada por una persona que eso estaba por encima de cualquier documento firmado; ser alguien ‘de palabra’ era ser alguien fiable y responsable, honorable. ‘Dar la palabra’ es empeñar la propia dignidad como prueba de fidelidad, constancia, estabilidad; una persona de palabra garantiza una permanencia en la promesa dada. Desde muy niños necesitamos de esa seguridad ofrecida por otro para construirnos; por eso, los adultos maduros no conciben la felicidad sin compromiso con alguien, sin el tranquilizador espacio y estabilidad que traen la confianza en las mutuas promesas. Sí, ‘dar la palabra’ es poder afirmar cuenta conmigo de modo confiable tanto en una relación como en un negocio o en cualquier otro proyecto compartido.
Desdecirse nunca puede ser un acto sencillo y unipersonal porque el entretejido emocional que produce la promesa es importante: sostiene la felicidad de otros tanto o más que la propia. Desdecirse sin tomar esto en consideración (gran pérdida del honor, antaño) es una frivolidad vivida por los demás como traición; siembra desencanto (otro de los nombres de la desesperanza) y recelo (otro de los nombres de la desconfianza). Esto es especialmente importante para un seguidor de Jesús de Nazaret, a quien los creyentes decimos querer imitar, porque estamos ante lo contrario de lo que Él vivió y, aún hoy, anuncia. Jesús fue un hombre de palabra a pesar de los muchos imprevistos y las muchas dificultades; la encarnación de un Dios «fiel, que cumple su pacto generación tras generación» (Dt 7, 9). Ser cristiano, incluye, cómo no, vivir responsablemente la promesa dada tanto a Dios como a las personas: «donde tú vayas, yo iré» (Ruth 1, 16). Esto, en ocasiones, no se hace de un modo perfecto desde el principio, pero no se trata de vivir desde una perfección (tantas veces narcisista muchas veces imposible) sino de estar con Él y con los suyos según lo prometido dejando que ese ‘estar’ vaya siendo espacio de aprendizaje y conversión.
San Ignacio de Loyola, que con su espiritualidad nos ayuda a vivir la Fe, sabe de ello. Por eso pone mucho empeño en que las decisiones que uno toma en la vida lo estén con una densidad existencial tal, que no resulte fácil desdecirse porque sería traicionarse, romperse. Pide al creyente que se examine bien (para conocerse sin engaños), que delibere (para valorar seriamente las consecuencias de sus decisiones) y, finalmente, que se determine (desde el realismo, con inquebrantable convencimiento) para poder decir: quiero, deseo y es mi determinación deliberada… que cuentes conmigo, que contéis conmigo; si se afirma eso, y lo contrario al instante siguiente, se genera en los otros el desconcierto del sentirse abandonados (‘contaba contigo’): desolación. Resulta ser más responsable, y compasivo, asumir la propia incapacidad para comprometerse o postergarlo para mejor momento como hizo el joven rico (Lc 18, 18-30) que desdecirse, sin más, de modo decepcionante.
Sí, parece que vivimos tiempos en los que es importante realizar un esfuerzo serio por no perder algo tan esencialmente humano y cristiano: la capacidad de comprometerse existencialmente tanto con nuestras promesas como con quienes se ven afectados por ellas; afrontando la vida, contra viento y marea, en virtud de un pacto que tiene a la Fidelidad en su centro. Sin ello nos deshumanizamos y también desvitalizamos a los demás.
Es importante decir que incumplir promesas sí importa, y mucho; debería ser algo muy extraordinario y, al menos, tan compartido con los demás como cuando se hacen porque es algo que tiene consecuencias personales y sociales serias: desesperanza, desconfianza, desolación.