Hace años se solía escuchar esta frase en las series de adolescentes, en las películas de sábado por la tarde y en las novelas románticas de bolsillo. No obstante, como una extraña pandemia se ha extendido y lo oímos cada vez más, convirtiéndose no solo en un recurso cultural barato, sino que surge en el mismo momento en el que alguien no sabe qué consejo darte y se le ocurre soltar una frase bonita al mismo tiempo.

Y más allá de que nuestras fuentes audiovisuales nos digan siempre lo mismo o de la sabiduría de nuestros confidentes hay una certeza clara: el mundo ha puesto casi todo el peso en las emociones. Por eso oímos hablar de empatía, de salud emocional, de pensar en uno mismo, de cuidarte tú primero, de mindfulness, de ansiedad y así un largo etcétera… y cada vez menos de verdad, de conciencia, de decidir en frío, de sacrificarte, de argumentar y de pensar en el otro.

Si repasamos la tradición bíblica el corazón aparece y tiene un peso especial. Es sabio hacer lo que te salga del corazón. Sin embargo, en el concepto de corazón que manejamos los judíos y los cristianos convergen a la vez los afectos y sentimientos y la verdad y el pensamiento. Pasión y razón, emociones y argumentos. Deseo y sentido. Es ahí donde nos lo jugamos. No en ser afectivo o en ser racional, sino en saberlos combinar para aprender a decidir y a movernos por la vida. Hacer lo que te salga del corazón, sí, pero no vale cualquier cosa.

 

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