La pastoral de la emoción encaja como un guante en esta sociedad nuestra, donde sólo parece ser verdadero lo que se siente. No me negaréis que no es atractivo. El subidón emocional. La jartá a llorar. El instante de catarsis personal, y a veces comunitaria. Jóvenes abrazados cantando a voz en grito sobre amor, perdón, comunidad o lo que se tercie. Hasta que no queda un ojo seco en toda la asamblea.
Ante esto, uno puede ponerse en plan cínico o duro, como si fuera de hielo, y cargar ahora las tintas contra las lágrimas pastorales. Quizás olvidando las veces en que fue uno mismo quien se emocionó, lloró o estuvo a punto. Y olvidando que ha visto en otros muchas veces una emoción auténtica que era signo visible de algo más profundo que ocurría en el interior. En el extremo opuesto, uno podría volverse un apologeta de lo emotivo, argumentando que esas experiencias ya de por sí son valiosas, que quedan marcadas a fuego en el corazón y eso es lo que deja huella, y no tanto discurso o racionalización como a veces buscamos. Olvidando, en este caso, las veces en que ni huella, ni fuego, ni hondura alguna.
Entonces, ni tanto ni tan poco. Ni el escepticismo soberbio, ni la ingenuidad emotiva. La realidad es que también en la vivencia pastoral hay lágrimas de cocodrilo, o del instante, un subidón entre místico y afectivo, que cuando se seca se lleva también la huella de ese momento… esas lágrimas son indistinguibles a las que puede haber en un momento de móviles encendidos en un concierto de Coldplay, por poner un ejemplo. Instantes inolvidables que sin embargo son como un paréntesis en la vida real, y que quedan como un bonito recuerdo cuando toca volver a lo cotidiano; pero también puede haber lágrimas genuinas, profundas, que nacen de una experiencia personal que a veces uno ni sabe explicar bien, pero que, sin embargo, deja una huella honda cuando ya la emoción se ha asentado. En este último caso lo importante no es el sentimiento, sino su origen: la relación con Dios, la vivencia real de comunidad, la intuición del propio lugar en el mundo, la empatía con la realidad de otros, o la sensación de haber descubierto algo sobre la propia vida que implica una decisión, un cambio, un proyecto…
No es nada fácil distinguir unas de otras lágrimas. Es más, a veces se mezclan un poco. A mí se me ocurren unos pocos criterios que ayudan a tratar de distinguir lo superficial de lo profundo.
- La emoción religiosa verdadera debe llevar a algún tipo de conversión.
- La emoción religiosa verdadera nace de mirar afuera, a Dios, o de escuchar su palabra, o de comprender su amor o de sentir pasión por este mundo complejo. No la provoca un «yo» enamorado de su propio sentimiento, sino un «Tú» que sorprende, descoloca y seduce.
- La emoción religiosa verdadera no es puro sentimiento, implica después reflexión, concreción, contenido.
- La emoción religiosa verdadera no necesita ni busca inmediatamente la exhibición en redes y los likes, sino que tiene el punto discreto de aquello que sentimos verdaderamente íntimo.
Seguro que a vosotros se os ocurren algunos criterios más.