Tenemos la tendencia a ensuciar y envenenar las buenas obras que hacemos. Esto nos pasa con las pequeñas cosas y también con las grandes y me parece especialmente peligroso. 

Me refiero a esos momentos en los que hacemos algo bueno, incluso santo, pero estamos pensando más en los demás que en la propia acción. Cuando nos ocupamos de alguien o de algo refunfuñando porque nadie lo hace. Cuando pensamos en la cara que tienen los demás, que ni se dan cuenta de lo que estamos haciendo. Cuando hacemos las cosas en lo secreto, pero después las sacamos a la luz con intención de atacar. Cuando hacemos el bien entre monólogos de lamentos y quejas, silenciosos o para que lo escuchen los demás. 

Éstas y otras muchas acciones demuestran que, pese a que hagamos el bien, estamos pensando más en nosotros mismos que en la propia bondad de la acción. 

A esta actitud tan humana, se contrapone o complementa otra más divina. Es la que San Pablo dice en la Carta a los Corintios cuando afirma que «Dios ama a quien da con alegría». Efectivamente, lo que nos falta tantas y tantas veces es mirar más allá de nosotros mismos, hacer el bien porque creemos en él, y sobre todo, hacerlo con alegría.

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