Los saberes hoy andan bastante diversificados y es inútil tratar de jerarquizarlos: si me cae una mancha de fruta en el mantel o quiero que la coliflor no se ponga amarilla al cocerla, no necesito acudir a Stephen Hawking, sino a mi vecina del 3º. Y si lo que necesito es saber cómo afrontar una decisión o encajar un fracaso, no se lo pregunto al  profesor con mayor record de publicaciones científicas: busco a uno de esos tipos que poseen el arte de vivir y que, cuando se te descoyunta la vida, te ayudan a montarla sabiamente, con indicaciones tan simples como las que traen los muebles de Ikea.

Entre los considerados como sabios los hay de dos clases: unos están titulados y otros no. En los dos grupos hay unos cuantos que dan el pego y, aunque aparentan ser de caoba maciza, enseguida se les ve el serrín prensado que ocultaban bajo el contrachapado. Con Jesús no pasaba eso: no se tituló porque Oxford y Harvard le pillaban a trasmano y se dedicó a la cosa de la madera. Pero sabía tanto sobre cómo vivir buena vida que, entre tablón y tablón, discurrió cómo contárselo a otros. Después de él, otros han aprendido también a hacerlo; no se prodigan en la redes sociales pero si os encontráis con alguno, no lo dejéis escapar: habéis encontrado un tesoro.

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